3

Susana Endicott era una mujercita de unos cincuenta años con el cabello entrecano peinado con raya en medio y recogido en un moño tan apretado que le estiraba la piel de la frente y de las sienes. En sus ojos azules como el mar pude leer toda la repulsión que yo le inspiraba. Me miraba fijamente como a un objeto repugnante.

—Tituba. ¿De dónde proviene ese extraño nombre?

Respondí fríamente:

—Me lo puso mi padre.

Enrojeció hasta las raíces:

—Baja los ojos cuando me hables.

Obedecí por amor a John Indien. Continuó:

—¿Eres cristiana?

John Indien se apresuró a intervenir:

—Voy a enseñarle las plegarias, ama. Y voy a hablar con el cura de la parroquia de Bridgetown para que reciba el sagrado bautismo en cuanto sea posible…

Susana me observó de nuevo.

—Limpiarás la casa. Una vez por semana fregarás el suelo. Lavarás la ropa y la plancharás. Pero no te ocuparás de la comida. Guisaré yo misma porque no soporto que vosotros los negros toquéis mis alimentos con vuestras palmas de las manos descoloridas y cerúleas.

Observé las palmas de mis manos grises y rosadas como una concha marina.

Mientras John Indien celebraba aquellas frases con grandes risotadas, yo permanecía estupefacta. Nadie me había hablado nunca ni humillado de esta manera.

—Ahora, marchaos.

John se puso a dar pequeños brincos y añadió en un tono quejumbroso, mimoso y humilde al mismo tiempo, como el de un niño que pide un favor:

—Ama, cuando un negro se decide a tomar mujer ¿no merece dos días de descanso? ¿Verdad que sí, ama?

Susana Endicott escupió y ahora sus ojos tenían el color del mar en un día ventoso.

—¡Menuda mujer has escogido! Quiera el cielo que no te arrepientas.

John volvió a reírse exclamando entre carcajadas:

—¡Quiéralo el cielo! ¡Quiéralo el cielo!

Susana Endicott pareció dulcificarse de repente.

—Lárgate y comparece ante mí el martes.

John insistió de la misma forma cómica y caricaturesca:

—¡Dos días, ama! ¡Dos días!

Ella espetó:

—Bueno, has ganado. Como siempre conmigo. Reaparece el miércoles. Pero no olvides que es día de correo.

Respondió orgulloso:

—¿Lo he olvidado alguna vez?

Después se echó al suelo para coger su mano y besársela. En lugar de dejarse hacer, ella le cruzó la cara de un manotazo.

—Lárgate, negrito.

La sangre hervía en el interior de mi cuerpo. John Indien, que sabía lo que yo estaba experimentando, se apresuró a sacarme de allí pero la voz de Susana nos detuvo en seco.

—Y pues, Tituba, ¿no me das las gracias?

John me apretó la mano hasta triturarme los dedos. Logré articular:

—Gracias, ama.

Susana Endicott era la viuda de un rico plantador, uno de los que había aprendido de los holandeses, antes que nadie, el arte de extraer azúcar de la caña. A la muerte de su marido había vendido la plantación y liberado a todos su esclavos ya que, por una paradoja que no comprendo, odiaba a los negros pero se había opuesto ferozmente a la esclavitud. Únicamente había conservado a su lado a John Indien, a quien había visto nacer. Su hermosa y amplia mansión de Carlisle Bay se extendía en medio de un parque lleno de árboles en el fondo del cual se alzaba, bastante rozagante por cierto, la choza de John Indien. Estaba hecha de encañados que John había encalado y adornado con una pequeña veranda entre cuyos pilares se mecía una hamaca.

John Indien cerró la puerta con un pestillo de madera y me tomó en sus brazos murmurando:

—El deber de un esclavo es sobrevivir. ¿Me oyes? Es sobrevivir.

Estas palabras me recordaron a Man Yaya y las lágrimas corrieron por mis mejillas. John Indien las sorbió una a una siguiendo sus gotas saladas hasta el interior de mi boca. Hipé. El dolor y la vergüenza que sentía por su comportamiento delante de Susana Endicott no desaparecieron sino que se convirtieron en una especie de rabia que estimuló mi deseo hacia él. Le mordí salvajemente en la base del cuello. Estalló su risa sonora y exclamó:

—Ven, potranca, te voy a domar.

Me levantó del suelo y me llevó a la habitación presidida por una cama de baldaquín cual inesperada y barroca fortaleza. Encontrarme en aquella cama, regalada sin duda alguna por Susana Endicott, desató mi furia y nuestros primeros momentos de amor fueron de verdadera lucha.

Yo espera mucho de aquellas primeras horas. Quedé satisfecha.

Cuando, rota de fatiga, me volví de lado buscando el sueño, oí un suspiro amargo. Se trataba sin duda de mi madre pero me negué a comunicarme con ella.

Aquellos dos días fueron gloriosos. John Indien, ni autoritario ni rezongón, estaba acostumbrado a hacérselo todo él mismo y me trató como a una diosa. Él fue quien amasó el pan de maíz, quien preparó el guisado, quien cortó a rodajas los aguacates, las guayabas de rosada carne y las papayas con ligero sabor a podredumbre. Me trajo a la cama un bol y una cuchara que había tallado y decorado con motivos triangulares. Se convirtió en narrador, pavoneándose en medio de un escenario imaginario.

—¡Pom, pom, madera seca! ¿La corte está durmiendo?

Deslizó mis cabellos y los peinó a su manera. Untó mi cuerpo de aceite de coco perfumado con Ylang-Ylang[4].

Pero aquellos dos días no duraron más que dos días. Ni una hora más. El miércoles por la mañana Susana Endicott tamborileó en la puerta y oímos su voz de arpía.

—John Indien, ¿recuerdas que hoy es día de correo? ¿Estás ahí calentando a tu mujer?

John saltó del lecho.

Yo me vestí más lentamente. Cuando llegué a la quinta, Susana Endicott estaba desayunando en la cocina. Un tazón de sémola y una rebanada de pan moreno. Señaló hacia un objeto circular en la pared y preguntó:

—¿Sabes leer la hora?

—¿La hora?

—Sí, miserable. Esto es un reloj. Y debes empezar tu trabajo cada mañana a las seis en punto.

Después me señaló un cubo, una escoba y un cepillo de fregar.

—¡A trabajar!

La casa constaba de doce estancias además de un desván en el que se amontonaban unas maletas de cuero que contenían los trajes del difunto Joseph Endicott. Aparentemente a aquel hombre le había gustado la ropa buena.

Cuando, vacilando de agotamiento y con el vestido manchado y húmedo, bajé las escaleras, Susana Endicott tomaba el té con sus amigas, media docena de mujeres iguales a ella, con la piel de color leche agria, los cabellos estirados hacia atrás y los extremos de sus chales atados a la cintura. Me observaron espantadas con sus ojos multicolores.

—¿De dónde sale?

Susana Endicott dijo en un tono de solemnidad paródica.

—Es la compañera de John Indien.

Las mujeres se exclamaron al unísono y una de ellas protestó.

—¡Bajo tu techo! En mi opinión, Susana Endicott, le das demasiada libertad a ese muchacho. ¡Olvidas que es un negro!

Susana Endicott se encogió de hombros con aire de indulgencia.

—Bueno prefiero que tenga lo que desea en casa antes de que corra por ahí y se debilite derramando su semen.

—¿Es cristiana por lo menos?

—John Indien le va a enseñar a rezar.

—¿Y vas a casarlos?

Lo que me asombraba y me indignaba no eran tanto sus opiniones como la manera de expresarlas. Parecía que yo no estuviera presente, de pie, en el umbral de la habitación. Hablaban de mí, pero al mismo tiempo me ignoraban. Me tachaban del mapa de los humanos. No existía. Era un ser invisible. Más invisible que los invisibles, ya que ellos, por lo menos, poseen sin lugar a dudas un poder. Tituba no tenía más realidad que la que quisieran concederle aquellas mujeres.

Era atroz.

Tituba se tornaba fea, grosera, inferior, porque ellas así lo habían decidido. Salí al jardín y escuché observaciones que demostraban hasta que punto, simulando ignorarme, me habían escudriñado.

—Tiene una mirada que le revuelve a uno la sangre.

—Y ojos de bruja. Susana Endicott, sé prudente.

Regresé a mi cabaña y abrumada me senté en la galería.

Al cabo de un momento escuché un suspiro. Era de nuevo mi madre. Esta vez me volví hacia ella y dije con ferocidad.

—¿No conociste quizás el amor cuando estabas en este mundo?

Sacudió la cabeza.

—A mi no me degradó. Al contrario. El amor de Yao me devolvió el respeto y la fe en mí misma.

Con eso, se aposentó tristemente al pie de un arbusto de rosas de Cayena. Permanecí inmóvil. Sólo me quedaba realizar unos pocos gestos. Levantarme, coger mi ligero fardo de ropa, cerrar la puerta a mi espalda y retomar el camino de río Ormonde. Por desgracia, me estaba prohibido.

Los esclavos, que bajaban a hornadas conducidos por los negreros y de los que toda la sociedad de Bridgetown reunida para contemplarlos se mofaba a coro, eran más libres que yo a pesar de las sonrisas sardónicas que provocaban sus andares, sus rasgos, su talante.

Ellos no habían elegido sus cadenas. No se habían encaminado por su propia voluntad hacia el mar suntuoso y embravecido para librarse a los traficantes y ofrecer sus espaldas al hierro del marcaje.

Y era lo que yo había hecho.

—Creo en Dios Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra y en Jesucristo, su único Hijo Nuestro Señor…

Sacudí frenéticamente la cabeza.

—John Indien, ¡no puedo repetir esto!

—Repite, amor mío. Lo que cuenta para el esclavo es sobrevivir. Repite, mi reina. ¿Te imaginas quizá que yo creo en la historia de la Santa Trinidad? ¿Un solo Dios en tres personas distintas? Pero no tiene importancia. Basta con hacerlo ver. ¡Repite!

—No puedo.

—Repite, mi amor, mi potranca de frondosas crines. Lo importante es que estemos los dos en esta gran cama que es como una balsa sobre el río, ¿no crees?

—No lo sé, ya no sé nada.

—Te lo aseguro mi amor, mi reina, que sólo esto cuenta. Anda, repite conmigo.

John Indien me forzó a juntar las manos y a repetir sus palabras.

«Creo en Dios, padre Todopoderoso, creador del cielo y de la tierra…».

Pero estas palabras no significaban nada para mí. No tenían nada en común con lo que Man Yaya me había enseñado.

Al no confiar demasiado en la seriedad de John Indien, Susana Endicott decidió tomarme ella misma las lecciones de catecismo y explicarme las frases de su santo libro. Cada tarde a las cuatro me esperaba con las manos cruzadas sobre un espeso volumen encuadernado en piel que abría después de santiguarse y recitar una corta plegaria. Yo permanecía ante ella esforzándome en articular alguna frase.

No sabría explicar el efecto que aquella mujer me producía. Me paralizaba, me aterrorizaba.

Bajo su mirada de agua marina perdía el dominio de todas mis facultades. No era más que lo que ella quería que fuera. Una mujer alta y desgarbada con un color de piel repugnante. Por mucho que pidiera socorro a los que me querían, no me podían auxiliar. Cuando estaba lejos de Susana Endicott me reñía a mí misma, me hacía reproches y me juraba plantarle cara en nuestra siguiente entrevista. Imaginaba incluso las insolentes, irónicas y victoriosas respuestas que obtendrían sus preguntas. ¡Pero no! Bastaba encontrarme ante ella para que todo mi orgullo se derrumbara.

Aquel día empujé la puerta de la cocina en donde me impartía sus clases e inmediatamente su mirada tranquila me advirtió que tenía en su poder un arma temible de la que no tardaría en servirse. Sin embargo la lección comenzó como siempre. Inicié llena de valentía:

—Creo en Dios padre Todopoderoso, creador…

No me interrumpió.

Me dejó balbucear, tartamudear, tropezar con las sílabas escurridizas del inglés. Cuando terminé mi recitado me detuve jadeando como si hubiera trepado por un cerro. Entonces me dijo:

—¿Eres la hija de aquella Abena que mató a un plantador?

Protesté

—Ella no le mató, ama. Sólo le hirió levemente.

Susana Endicott sonrió dándome a entender que estas argucias eran de poco peso y continuó:

—¿No has sido educada por una negra nago, bruja de su estado, que se llamaba Man Yaya?

Tartamudeé:

—¿Bruja? ¿Bruja? ¡Sanaba y curaba!

Su sonrisa se agudizó y sus labios finos y descoloridos susurraron:

—¿Está John Indien al corriente de todo esto?

Logré replicar:

—¿Hay algo que esconder en toda esta historia?

Bajó los ojos hacia su libro. En aquel momento entró John Indien acarreando leña para la cocina y me vio tan descompuesta que comprendió que algo temible iba a suceder. Por desgracia no pude hablar con él hasta varias horas más tarde.

—¡Lo sabe! ¡Sabe quién soy!

Su cuerpo se volvió rígido y glacial como el de un cadáver. Murmuró:

—¿Qué ha dicho?

Se lo expliqué todo y suspiró desesperado.

—No hace ni un año que el gobernador Dutton mandó quemar en la plaza de Bridgetown a dos esclavas acusadas de haber tenido tratos con Satanás, porque para los blancos esto es lo que quiere decir bruja…

Protesté:

—¡Con Satanás! Antes de poner el pie en esta casa ignoraba esa palabra.

Dijo amargamente:

—Házselo creer al Tribunal.

—¿Al Tribunal?

El terror de John Indien era tal que podía oír los latidos de su corazón desbocado. Le conminé nerviosa:

—¡Explícate!

—¡No conoces a los blancos! Si ella logra hacerles creer que eres una bruja montarán una hoguera y te quemarán en ella.

Aquella noche, por primera vez desde que vivíamos juntos, John Indien no me hizo el amor. Yo me retorcía ardiente junto a él buscando con la mano el objeto que tantas delicias me había procurado. Pero me rechazó.

La noche transcurría.

Escuché los aullidos del viento sobrevolando las palmeras. Oí los ladridos de los perros adiestrados para husmear a los negros vagabundos. Oí el canto de los gallos anunciando el día. Entonces John Indien se levantó sin pronunciar una palabra y se vistió cubriendo con sus pobres ropas el cuerpo que aquella noche me había negado. Estallé en sollozos.

Cuando entré en la cocina para comenzar mis odiosas tareas matinales, Susana Endicott mantenía una animada conversación con Betsy Ingersoll, la mujer del pastor. Hablaban de mí, lo sabía. Sus cabezas se tocaban bajo el vaho que surgía de sus cuencos de sémola de trigo. John Indien tenía razón. Se estaba tramando una conspiración.

En el Tribunal la palabra de un esclavo, así como la de un negro libre, no contaba. Por mucho que nos esforzáramos en desgañitarnos clamando que yo ignoraba quién era Satanás, nadie nos haría el mínimo caso.

En aquel momento tomé la decisión de protegerme sin más tardanza. Salí al pleno calor de las tres de la tarde, pero no sentí los rayos ardientes del sol. Bajé hasta el terrenito situado debajo de la choza de John Indien y me sumí en mis plegarias. No había sitio en este mundo para Susana Endicott y para mí. Una de las dos sobraba y no era yo.