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—¡Hey! ¿Eres Tituba? No es de extrañar que la gente tenga miedo de ti. ¿Has visto qué pinta tienes?

El que así me hablaba era un joven claramente mayor que yo, ya que no tendría menos de veintiún años, alto, desgarbado, de tez clara y cabellos curiosamente lacios. Cuando quise contestarle, las palabras huyeron de mi boca como por encanto y no pude formular la menor frase. En mi desconcierto emití una especie de gruñido que provocó en mi interlocutor un ataque de risa y repitió.

—No, no es de extrañar que la gente tenga miedo de ti. No sabes hablar y tus cabellos están enmarañados. Sin embargo podrías ser hermosa.

Se acercó con audacia. Si hubiera estado más acostumbrada al contacto de los hombres, hubiera detectado el miedo en sus ojos, móviles como los de los conejos y también de un color castaño dorado. Pero era completamente incapaz de ello y sólo fui sensible a la insolencia de su voz y su sonrisa. Finalmente logré contestar:

—Sí, soy Tituba. Y tú ¿quién eres?

Dijo:

—Me llamo John Indien.

Era un nombre poco corriente y fruncí el ceño.

—¿Indien?

Tomó un aire vanidoso:

—Parece ser que mi padre era uno de esos escasos arawacks que los ingleses no lograron ahuyentar. Un coloso de ocho pies de altura. Entre los innumerables bastardos que sembró yo nací de una nago que visitaba al llegar la noche y soy su hijo.

Giró de nuevo sobre sí mismo riéndose a carcajadas. Aquella desbordante alegría me dejo estupefacta. Había, por lo visto, seres felices en esta tierra de desgracia. Balbucí:

—¿Eres un esclavo?

Inclinó afirmativamente la cabeza.

—Sí, pertenezco a la ama Susan Endicott que vive allá en Carlisle Bay.

Señalaba el mar resplandeciente en el horizonte.

—Me ha enviado a comprar huevos de Leghorn a casa de Samuel Watermans.

Pregunté:

—¿Quién es Samuel Watermans?

Rió. Otra vez esa risa de persona que se siente feliz en su pellejo.

—¿No sabes que él ha sido quien ha comprado la plantación de Darnell Davis?

Dicho esto se agachó y recogió un cesto redondo que había dejado a sus pies.

—Bueno, ahora tengo que irme; si no voy a llegar tarde y el ama Endicott va a enfadarse otra vez. Ya sabes cuánto les gusta refunfuñar a las mujeres, sobre todo cuando empiezan a envejecer y no tienen marido.

Tanta verborrea me hacía rodar la cabeza. Cuando se alejó, después de hacerme un gesto con la mano, no sé lo que me pasó. Con una entonación que me era totalmente desconocida, le dije:

—¿Te volveré a ver?

Me miró fijamente. Me preguntó qué fue lo que leyó en mi semblante, pero contestó con aire presuntuoso.

—El domingo por la tarde hay baile en Carlisle Bay. ¿Quieres venir? Yo estaré allí.

Incliné excitada la cabeza.

Regresé a mi choza con lentitud. Por primera vez observé aquel lugar que me había servido de refugio y me pareció siniestro. Las tablas de madera cortadas groseramente a hachazos estaban ennegrecidas por las lluvias y vientos. Una buganvilla gigante adosada a su flanco izquierdo no lograba alegrarlo a pesar del color purpura de sus flores. Miré a mi alrededor: una güira nudosa, unas cañas. Me estremecí. Me dirigí hacia lo que quedaba del gallinero y agarré una de las pocas aves que habían permanecido fieles a mi lado. Con mano experta le abrí el vientre dejando que el chorreo de su sangre humedeciera la tierra. Después susurré dulcemente:

—¡Man Yaya! ¡Man Yaya!

Ésta se me apareció en seguida. No bajo su forma mortal de mujer anciana, sino bajo la que ella había asumido para la eternidad. Perfumada y engalanada con una corona de capullos de naranjo. Dije jadeante:

—Man Yaya, quiero que este hombre me ame.

Sacudió la cabeza.

—Los hombres no aman. Poseen. Avasallan.

Protesté.

—Yao amaba a Abena.

—Era una de las raras excepciones.

—Quizás ésta sería otra de ellas.

Echó la cabeza hacia atrás para dejar que brotase de su garganta una especie de relincho de incredulidad.

—Dicen que es un gallo que ha cubierto a la mitad de las gallinas de Carlisle Bay.

—Quiero que esto se acabe.

—No tengo más que mirarle para ver que es un negro vacío, todo aire y desfachatez.

Man Yaya se puso seria midiendo la urgencia de mis miradas.

—Bueno, ve a ese baile de Carlisle Bay al cual te ha invitado y haz correr un poco de su sangre sobre un pedazo de tela. Traémelo junto con alguna cosa que haya permanecido en contacto con su piel.

Se alejó. Percibí una expresión de tristeza en sus facciones. Sin duda observaba el principio de la realización de mi vida. Mi vida, un río que no puede ser enteramente desviado.

Hasta entonces nunca había pensado en mi cuerpo. ¿Era guapa? ¿Era fea? Lo ignoraba. ¿Qué me había dicho él?

«Sabes, podrías ser hermosa».

¡Pero bromeaba tanto! Quizá se reía de mí. Me despoje de mi ropa, me acosté y mi mano recorrió mi cuerpo. Me pareció que sus formas huecas y sus curvas eran armoniosas. Cuando mis miedos se acercaron a mi sexo sentí que no era yo sino John Indien el que me acariciaba. De las profundidades de mi cuerpo brotó una oleada olorosa que inundó mis muslos. Escuché mis gemidos en la noche.

¿Era así como, a pesar de ella, había gemido mi madre cuando el marinero la violó? Ahora sabía por qué había querido ahorrarle a su cuerpo la segunda humillación de una posesión sin amor y comprendía también que hubiera intentado matar a Darnell. ¿Qué más me había dicho él?

«Tus cabellos están enmarañados».

Al despertarme al día siguiente acudí a río Ormonde y me corté como pude mi pelambrera. Cuando los últimos mechones lanudos caían al agua oí un suspiro. Era mi madre. No la había llamado y deduje que la inminencia de un peligro la hacía salir de la invisibilidad. Gimió.

—¿Por qué las mujeres no pueden prescindir de los hombres? Ahora vas a ser arrastrada al otro lado del agua…

Sorprendida la interrumpí:

—¿Al otro lado del agua?

Pero no explicó nada más repitiendo en un tono de angustia:

—¿Por qué las mujeres no pueden prescindir de los hombres?

Todo ello, las reticencias de Man Yaya, los lamentos de mi madre, habrían podido inclinarme a la prudencia. No fue así. El domingo me encaminé a Carlisle Bay. Había descubierto en una maleta un vestido violeta y un refajo de percal que seguramente habían pertenecido a mi madre. Al ponérmelos, dos objetos rodaron por el suelo, dos pendientes estilo criollo. Guiñé un ojo a lo invisible.

La última vez que estuve en Bridgetown aún vivía mi madre. En aquellos diez años la ciudad se había desarrollado considerablemente y se había convertido en un puerto importante. Un bosque de mástiles oscurecía la bahía y vi flotando sobre ella banderas de todas las nacionalidades. Las casas de madera me parecieron graciosas con sus verandas, sus enormes tejados y sus ventanas abiertas de par en par como los ojos de un niño.

No tuve ninguna dificultad para encontrar el lugar del baile pues la música se oía desde lejos. Si hubiera tenido alguna noción del tiempo, hubiera sabido que era la época del carnaval, único momento del año en que los esclavos tenían libertad para distraerse como mejor les pareciera. Acudían de todos los rincones de la isla para intentar olvidar que ya no eran humanos. Me miraban y escuché algunos murmullos.

—¿De dónde sale?

Era evidente que no relacionaban a esta elegante joven con la Tituba medio mística de la que se relataban hechos y proezas de plantación en plantación. John Indien bailaba con una chabine muy alta vestida de madrás ligero. La dejo plantada en medio de la pista y vino hacia mí con los ojos llenos de estrellas, aquellos ojos que recordaban al ancestro arawack. Rió:

—¿Eres tú? ¿De veras eres tú?

Después me atrajo hacia él.

—Ven, ven.

Me resistí:

—No sé bailar.

Rió de nuevo. ¡Dios mío, qué bien se reía aquel hombre! A cada nota que surgía de su garganta se iban abriendo, uno a uno, los cerrojos de mi corazón.

—¿Una negra que no sabe bailar? ¿Se ha visto alguna vez algo semejante?

Muy pronto se hizo un circulo a nuestro alrededor. Me habían crecido alas en los talones, en los tobillos. Mis caderas y mi cintura eran ágiles. Una serpiente misteriosa había penetrado en mí. ¿Era la serpiente primordial de la que Man Yaya me había hablado tantas veces, figura del dios creador de todas las cosas de la tierra? ¿Era ella la que me hacía vibrar?

De vez en cuando, la chabine alta, vestida de madrás, intentaba interponerse entre John Indien y yo. No le prestábamos atención alguna. En un momento dado cuando John Indien se enjugaba la frente con un amplio pañuelo de tela de Pondichéry, recordé las palabras de Man Yaya: «Un poco de su sangre. Alguna cosa que haya estado en contacto con su cuerpo…».

Tuve un momento de embriaguez. Quizá no fuera necesario pues parecía seducido «naturalmente». Después intuí que lo esencial no era seducir a un hombre si no conservarlo y que John Indien debía de pertenecer a la especie fácilmente seducida que se burla de todo compromiso durable. Obedecí, pues, a Man Yaya.

Hábilmente le arrebaté el pañuelo arañándole el dedo meñique. Tuvo una exclamación de dolor:

—¡Ay! ¿Qué me haces bruja?

Hablaba en broma. Sin embargo me invadió la tristeza.

—¿Qué es una bruja?

Me di cuenta de que en su boca la palabra estaba llena de oprobio. ¿Y eso por qué? ¿Por qué? La facultad de comunicar con los invisibles, de mantener un lazo constante con los desaparecidos, de cuidar, de sanar, ¿no es una gracia de la naturaleza superior que debe inspirar respecto, admiración y gratitud? En consecuencia, la bruja, si así quieren nombrar a la que posee esta gracia, este don, ¿no debería ser mimada y reverenciada en lugar de temida?

Abandoné la sala tras una última polka con cierta melancolía a causa de todas estas reflexiones. John Indien estaba demasiado ocupado para darse cuenta.

Afuera, el negro cordón de la noche apretaba la garganta de la isla entera impidiéndole la respiración. Ni una gota de viento. Los árboles estaban inmóviles como postes. Me acordé del lamento de mi madre.

—¿Por qué las mujeres no pueden prescindir de los hombres? Sí, ¿por qué?

—No soy un negro de los bosques, un negro marrón. Jamás viviré en esta jaula para conejos que tienes allá arriba en medio del bosque. Si quieres vivir conmigo debes venir a mi hogar de Bridgetown.

—¿A tu hogar?

Añadí riendo burlona:

—Un esclavo no tiene hogar. ¿No perteneces a Susana Endicott?

Pareció disgustado.

—Sí, pertenezco a Susana Endicott, pero el ama es buena…

Le interrumpí.

—¿Cómo puede ser buena un ama? ¿Puede el esclavo querer a su amo?

Fingió no haber oído mi intervención y prosiguió:

—Tengo mi choza detrás de su casa y allí hago lo que quiero.

Me cogió una mano.

—Sabes, Tituba, dicen de ti que eres una bruja…

¡Otra vez aquella palabra!

—… quiero demostrar a todo el mundo que eso no es verdad y tomarte como compañera en presencia de todos. Iremos juntos a la iglesia, te enseñaré las plegarias…

Hubiera tenido que huir, ¿no es verdad? En lugar de ello permanecí pasiva y encandilada.

—¿Conoces las plegarias?

Sacudí la cabeza:

—Cómo fue creado el mundo el séptimo día, cómo Adán nuestro padre fue expulsado del paraíso terrenal por culpa de nuestra madre Eva…

¿Qué extraña historia me estaba recitando? Sin embargo no fui capaz de rechistar. Retiré la mano y le volví la espalda. Me susurró en la nuca.

—Tituba, ¿ya no quieres saber nada de mí?

Ahí estaba la desdicha. Quería a aquel hombre como no había querido nunca antes a nada ni a nadie. Deseaba su amor como jamás había deseado amor alguno. Incluso el de mi madre. Quería que me tocara, quería que me acariciara. Sólo esperaba el momento en que me tomara y las válvulas de mi cuerpo se abrieran liberando los ríos del placer.

Continuó bisbiseando contra mi piel:

—¿No quieres vivir conmigo desde que los estúpidos gallos se alborotan en el corral hasta que el sol se ahoga en el mar y empiezan las horas más ardientes?

Tuve la fuerza de levantarme.

—Me pides una cosa muy seria. Déjame meditar durante ocho días. Te traeré aquí mismo la respuesta.

Recogió con furia su sombrero de paja. ¿Qué tenía John Indien para transformarme de aquella manera? No muy alto, de estatura media, alrededor de un metro setenta, no muy fuerte, ni feo ni guapo. Tengo que confesar que al formularme esta pregunta era descaradamente hipócrita. Sabía muy bien dónde residía su principal atractivo y no me atrevía a mirar, más abajo de la cuerdecita de yute que sostenía su pantalón konoko[3] de tela blanca, el monumental promontorio de su sexo.

Dije:

—Hasta el domingo, entonces.

En cuanto llegué a casa llamé a Man Yaya que se apresuró a escucharme y apareció con el rostro ceñudo.

—¿Qué más quieres ahora? ¿No estás satisfecha? Te acaba de proponer que te unas a él…

Murmuré en voz baja:

—Ya sabes que no quiero volver al mundo de los blancos.

—Tendrás que pasar por ello.

—¿Por qué?

Casi grité:

—¿Por qué? ¿No puedo traérmelo aquí? ¿Quiere decir esto que tus poderes son limitados?

No se enfadó y me miró con tierna conmiseración.

—Te lo he dicho siempre. El universo tiene unas reglas que no puedo cambiar de arriba a abajo. Si no, destruiría este mundo y reconstruiría otro en el que nuestra gente sería libre. Libre para someter a su vez a los blancos. Por desgracia, no está en mi mano.

No encontré argumentos para replicar y Man Yaya desapareció como había surgido, dejando tras ella aquel perfume de eucalipto que distingue el paso de un invisible.

Una vez a solas encendí el fuego entre cuatro piedras, coloqué sobre él la olla de barro y eché en el agua un pimiento y un pedazo de cerdo para hacerme un guiso. Sin embargo no tenía ganas de alimentarme.

Mi madre había sido violada por un blanco. Había sido ahorcada a causa de otro blanco. Vi su lengua colgando entre sus labios como un pene turgente y violáceo. Mi padre adoptivo se había suicidado por culpa de un blanco. A pesar de todo esto yo me planteaba el volver a vivir entre ellos, en su seno, bajo su férula. Y todo por el deseo desenfrenado hacia un mortal. ¿No era una locura? ¿Locura y traición?

Luché contra mí misma aquella noche y durante siete días y siete noches. Finalmente me confesé vencida. No deseo a nadie los tormentos que sufrí. Remordimientos. Vergüenza de mí misma, terror, pánico.

Al domingo siguiente amontoné en una cesta caribeña algunos vestidos de mi madre y tres enaguas. Cerré con una tranca la puerta de mi choza. Dejé a los animales en libertad. Las gallinas y las pintadas que me habían alimentado con sus huevos. La vaca que me había dado su leche. El cerdo que cebaba hacía un año y que nunca tuve el valor de matar.

Murmuré una interminable oración a la intención de los residentes de aquel lugar que abandonaba.

Después tomé el camino de Carlisle Bay.