Salimos con antelación de la que, hasta ese momento, había sido mi casa. Cerré la puerta intentando convencerme de que todo lo pasado tenía que quedarse atrás, como si ese pasado fuera una semilla que ahora había que desenterrar. Bajé sin demasiada ilusión: con la intención de volverme en cada nuevo escalón.

Abrí el portal a desgana, tropezando con un frío que a esas horas ya paseaba por la ciudad. Caminamos en dirección a la plaza, con el cuerpo encogido y las manos en los bolsillos.

Allí, entre decenas de vidas que disfrutaban de un sábado por la tarde, distinguimos a un grupo de personas alrededor de un pequeño quiosco, supuse que serían ellos.

—Esperen ahí, a las ocho y media empezaremos —nos dijo una chica joven mientras guardaba el dinero en una pequeña bolsa de plástico.

Nos quedamos de pie, junto al quiosco, a la espera de que se hiciera la hora; aún quedaban unos diez minutos. Poco tiempo si se tiene con quien hablar…

Me fijé en una chica que parecía estar en impar, en solitario. Una chica más o menos de mi edad que intentaba disimular su soledad jugando con el móvil. Una chica que levantó su mirada quizás con la intención de analizar al resto de sus compañeros de ruta. Sus ojos se cruzaron con los míos y, por su expresión, supe lo que estaba pensando.

En ese instante apareció un hombre alto, delgado y de unos sesenta y tantos que, con cara seria y un pequeño aspaviento, consiguió mover al grupo.

Nos fuimos alejando hacia un extremo de la plaza, distribuyéndonos como en un pequeño teatro alrededor de aquel hombre.

—Hola a todos —saludó con una voz imponente pero increíblemente dulce—, mi nombre es Luis, Luis Martínez. Bienvenidos a Toledo.

* * *