Podría haberme ido porque realmente nunca había sido invitada, pero decidí quedarme allí, a la espera de algo, sin saber muy bien qué esperaba.
Escuché unas palabras de cariño y el pequeño movimiento de una silla; escuché hasta el desvestir de un hombre que debía tener goteras hasta en las entrañas.
Pasó más de media hora hasta que, de nuevo, aquel segundo hombre, el que acababa de bajar por las escaleras, abrió la puerta y se acercó a mí.
—Hola —me dijo mientras alargaba la mano.
—Hola… soy Alicia —contesté, intentando comprender por qué ese rostro, a pesar de no poseer unos ojos verdes, me recordaba tanto tanto a Marcos.
—Hace tiempo que te esperaba.
Silencio.
—Te esperaba porque, al final, uno no se conforma con las leyendas, ¿verdad? Uno siempre quiere saber dónde queda la realidad. Ven, acompáñame —me dijo mientras subía por las escaleras.
Le seguí y subimos dos pisos.
En la segunda planta nos detuvimos junto a una pequeña biblioteca adornada con un piano y varios sillones. El hombre me invitó a sentarme con la mirada.
Se acercó a una especie de termo, lo enchufó y comenzó a calentar agua. Los gestos, las miradas, hasta la voz… Todo me recordaba a él.
—¿Un café?
—Vale —contesté sin más. Vale.
Silencio.
Un silencio difuminado por la lluvia.
—¿Sabes…?, una misma historia puede contarse de mil maneras, todo depende del narrador —me dijo, acercándome la taza y sentándose frente a mí, en otra butaca.
—Pero si quieres conocer la realidad, ya la has encontrado. La has tenido frente a ti ahí abajo. Ese hombre, mi padre, es la verdad que buscas. Un hombre que va mendigando recuerdos por las calles, un hombre que cuando llueve se pierde, es como si el agua desdibujara los restos de mapa que aún le quedan en su cabeza.
La lluvia, pensé.
—Supongo que te has fijado en esa marca roja que hay en la puerta, ahí afuera.
—Sí —contesté en voz baja.
—Es como un faro para él, una vez que la ve, entra, pero a veces es incapaz de encontrarla y da vueltas y vueltas por estas mismas calles hasta que la consigue localizar. Es como si todo el mundo que tiene estructurado aquí dentro —y se señaló la cabeza— de vez en cuando le desapareciera.
Recordé aquel primer día, cuando persiguiendo a esa sombra dimos varias vueltas por estas mismas calles. Pensé que estaba jugando conmigo cuando en realidad era su mente la que estaba jugando con él.
—Hace años que va dejando de recordar lo cotidiano, en cambio hay otras cosas que continúa recordando perfectamente: esos relojes y esas malditas cartas. He estado a punto de romperlas tantas veces… pero no tengo derecho, es su vida… aunque cada vez sea menos suya.
Se quedó de nuevo en silencio.
—Bueno, ¿y qué quieres saber? —me preguntó.
—No lo sé —le contesté—, creo que yo también me he perdido.
—Ven, acompáñame.
Cogí la taza y comenzamos a subir las escaleras hasta el tercer piso; y allí, justo en el último escalón, donde acababa la escalera, se sentó. Y me invitó a sentarme, a su lado.
Y lo hice.
* * *