Deja que la lluvia golpee su mirada, respira y, lentamente, se dirige hacia la otra puerta del coche. Abre, sube y arranca, evitando mirar a su derecha.

Comienzan a moverse.

—Vivo muy cerca, por la zona del Alcázar… ¿Sabe usted dónde está? —le sorprende una voz que, a pesar de estar a unos centímetros, le parece sólo un eco del pasado.

—Sí, sí, no te preocupes —contesta.

—Gracias, joven. Es que estaba paseando y de pronto se ha puesto a llover… supongo que me he desorientado, y… todo es tan distinto cuando llueve…

—Sí, todo es tan distinto… tanto… —contesta, respirando hondo. Y es que hay cosas a las que uno jamás llega a acostumbrarse.

Aprieta con fuerza el volante, como si eso fuera suficiente para descargar el dolor que lleva dentro. Mira hacia la carretera sin saber si las gotas que distingue están en el cristal o en sus propios ojos. Porque justamente en esos momentos recuerda su infancia: las horas pasadas en los columpios, las miles de historias que le contaba entre esas calles que le parecían tan grandes, los cuentos —que en Toledo siempre eran leyendas— que le susurraba antes de acostarse, aquellas noches en las que llovía y salía de la cama para dormir a su lado, al de él, al de ella, al de ellos…

Silencio en un camino que tantas veces han recorrido. Un camino que siempre es el mismo porque ambos han iniciado el viaje hacia un permanente presente, un viaje sin futuro ni pasado. Como un niño, piensa.

¿Quién decide lo que dura un recuerdo? ¿Cómo es posible olvidar cada día el presente?

Silencio y gotas golpeando el techo; silencio entre ambos, sólo silencio…

—Vivo muy cerca del Alcázar. ¿Sabe usted dónde es? —insiste de nuevo.

—Sí, cálmate… —le contesta Marcos mientras acerca su mano a la pierna del anciano; mientras le aprieta con todo el amor que puede; mientras se da cuenta de que no existen limpiaparabrisas para el corazón; mientras las lágrimas se le acumulan de tal forma en los ojos que apenas puede distinguir la carretera.

—Gracias, joven. Es que estaba paseando y de pronto se ha puesto a llover… supongo que me he desorientado y…

Se acercan a su destino. Disminuye la velocidad y pasan por una zona ya familiar para ambos.

—¡Por aquí es, por aquí! —grita el anciano.

—No, espera… espera, es un poco más adelante… es que todas las calles son muy parecidas —le contesta, intentando justificar de alguna forma la confusión; en realidad, intentando encontrar una justificación que le sirva de consuelo.

—¡Por aquí es! —vuelve a gritar el anciano.

—Sí, no te preocupes, tengo que dar la vuelta. Un momento, enseguida llegamos —intenta tranquilizarlo.

Marcos observa cómo el hombre se mueve inquieto en el asiento; cómo consigue, tras varios intentos, deshacerse del cinturón; cómo forcejea con la puerta, con su mundo e, incluso, a veces con el propio destino.

Finalmente, en cuanto consigue aparcar, aquel anciano vestido de negro y completamente empapado sale.

Marcos se queda mirando cómo su propio padre huye de él, cómo sube por una calle y gira a la izquierda, a la búsqueda de esa marca roja que hace las veces de faro en medio de un océano de olvidos. Camina tras él y observa, desde el burladero del dolor, cómo esa oscura figura —que ya ha encontrado, en su mente, una parcela de recuerdos— va desacelerando el ritmo conforme se acerca a su destino. Observa cómo se detiene ante la puerta, observa cómo la empuja y desaparece en el interior de esa, su casa.

Se queda mirando al cielo, a la espera de ver caer recuerdos: las primeras partidas de ajedrez, esas en las que papá siempre ganaba; los cuentos que tantas veces le susurró desde la arista de su pequeña cama; los días, meses que pasó ayudándole a pronunciar una erre que se le atragantaba; los pulsos que, con el transcurso del tiempo, iba ganando; la calle que tantas veces recorrió con su mano equilibrando una bicicleta que empezaba a avanzar sin las pequeñas ruedas… Las horas juntos en el sofá, en la cocina, en la vida…

Se da la vuelta y se dirige de nuevo hacia el coche.

Se sube y se despide de una ciudad que continúa llorando.

* * *