Tras la cena, mis compañeras insistieron en ir a algún otro sitio, a tomar la última copa. Abrimos nuestros paraguas y caminamos sobre un suelo que la lluvia había convertido en trampa hasta un pub cercano. Allí estuvimos una hora más.

Luego, tras brindar miles de veces, nos despedimos entre abrazos y alguna que otra lágrima. Abracé con una fuerza especial a Carolina, una de esas amigas que se encuentran en el lugar más inesperado de la vida.

—Vendrás a verme algún día, ¿verdad?

—Claro —le dije mientras me caían gotas por las mejillas.

—Venga, venga, que no estamos tan lejos, además ahora con internet y todo eso… —Y ambas nos echamos a reír.

—Gracias —le dije.

—¿Gracias?

—Sí, gracias.

—De nada. —Y nos abrazamos.

—¿Te acompaño a casa?

—No, hoy no, aunque esté lloviendo me gustaría despedirme de la ciudad.

Y nos abrazamos de nuevo.

Salí a la calle, sola, bajo una lluvia que en ese momento apenas caía con fuerza, lo suficiente para mantener abiertos los paraguas y humedecer los corazones.

Miré el alrededor entre lágrimas, miré la calle, el suelo de piedras mojadas, los muros con tantos años a sus espaldas, la estela de la luz de las farolas atravesada por pequeñas gotas de agua, el cielo tan tan oscuro…

Y por primera vez, bajo aquel escenario, me pregunté si todo había sido un sueño, si las calles de aquella ciudad me habían llevado a ese mundo al que sólo accedemos por la noche, cuando dormimos. Pensé en todo lo ocurrido: en todo lo sufrido, en todo lo vivido, en todo lo disfrutado… en ese secreto que ahora llevaba en mi interior.

Y allí, sobre y bajo el agua, pensé que sólo me quedaba una cosa por hacer: despedirme de aquella sombra a la que había estado persiguiendo por esas mismas calles y, de paso, averiguar la otra versión de la historia: la real, la que Marcos no me había contado.

Abrí el paraguas y me dirigí hacia unas calles que, después de tanto tiempo, ya me conocía de memoria.

Caminé como caminé aquel primer día, pero esta vez sin perseguir a nadie, bueno, sí, persiguiendo una respuesta. Me adentré en el laberinto a través de unas escaleras salpicadas de recuerdos…

Caminé sobre riachuelos de piedra y, en apenas unos minutos, me encontré frente a aquella puerta con su extraña marca roja, una puerta que, como siempre, estaba abierta.

La empujé lentamente: las mismas velas, las mismas macetas y el mismo ramo de flores en el suelo.

—¿Hay alguien? —pregunté.

Nadie respondió.

Aquella noche no tenía prisa por regresar: en casa pensaban que estaba con mis compañeras y mis compañeras pensaban que estaba en casa. Y yo, en realidad, aún no sabía muy bien dónde me encontraba.

Atravesé el patio y al llegar a la altura del ramo me di cuenta de algo. Lo aparté suavemente y allí, bajo las flores, apareció de nuevo el símbolo: esos dos corazones con forma de reloj de arena.

Me senté en uno de los sillones que había en la entrada y me quedé allí a la espera de que llegase alguien.

* * *