Viernes.

Aquel fin de semana, el último, decidí quedarme allí. Le puse la excusa a mi marido de que quería despedirme de mis compañeros. Le dije que me iban a hacer una cena y que a partir del lunes ya tendría todo el tiempo del mundo, pues volvería a estar en el paro.

En realidad, lo de la cena era lo de menos, de quien quería despedirme era de él, pues aún tenía la esperanza de volver a verlo.

El viernes por la tarde, mis compañeros me llevaron a cenar a un restaurante, el mismo en el que había estado la primera vez con Marcos. Me sorprendieron con dos bonitos regalos y con un cariño que yo no esperaba. Fue una cena alegre y a la vez triste; alegre porque vi que, en tan poco tiempo, les había —y me habían— cogido mucho aprecio; triste porque dejaba una parte de mi vida allí, en aquella ciudad en la que había vivido tanto.

Fuera llovía, y eso fue importante.

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