Llegó la noche y continué sin tener noticias suyas. Había llevado todo el día el teléfono en el bolsillo y a él en mi cabeza. Tal había sido mi obsesión que hubo momentos en los que miraba el móvil cada diez minutos, para ver si aún tenía batería, para comprobar si el sonido estaba activado, para ver si me había dejado algún mensaje… pero no, el problema no estaba en el móvil.
Intuí que no volvería a verlo, que quizás aquella relación se había ido con la misma rapidez con la que había venido.
Me fue invadiendo una tristeza capaz de apagar los restos de esperanza que aún me quedaban en los bolsillos —sobre todo en uno de ellos—, de la misma forma en que se apaga la ilusión al saber que no hay estrellas perseguidas por reyes, ni hombres en trineo, ni siquiera ratones que coleccionan dientes.
Tras el baño, la cena y esos pequeños cuentos en los que nunca se habla de niñas cuyas madres tienen secretos, mi hija se quedó dormida junto a mi hombro.
Salí, dejé entrecerrada la puerta y me acerqué a un sofá en el que ya me esperaba mi tía. Abandoné el móvil a la vista, sobre la mesa, y me senté junto a ella.
—¿Ya se ha dormido? —me preguntó, acercándome la taza.
—Sí, hoy ha caído rápido. —Cogí el té—. Gracias.
Silencio.
Más silencio.
Un silencio que comenzó a incomodar.
«¡No! Ahora no, en unos minutos, que nos tenemos que ir a publicidad», y el presentador, con una sonrisa forzada, dio paso a los anuncios.
Mi tía cogió el mando, le quitó voz a la tele y se giró.
—Alicia, ¿qué te pasa? Hoy estás muy callada.
—Nada…
—Alicia…
Se acercó un poco más a mí, me cogió las manos como sólo te las puede coger quien de verdad te quiere y me miró a los ojos.
—Me pasa que no he sabido nada de él en todo el día, me pasa que me he sentido una extraña este fin de semana en mi casa, me pasa…
Me apretó fuerte las manos sin decir nada.
—Tía, esto me está matando. No sé cómo salir de aquí. Cada día me levanto sabiendo que lo estoy haciendo mal, que cada pensamiento que atraviesa mi cabeza pone en peligro todo, que estoy viviendo una vida que no es mía…
—A mí me lo vas a decir…
—Y además, esta es mi última semana ¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?… Me lo he estado preguntando a todas horas… Me he planteado incluso dejar a mi marido, dejarlo todo y venirme a vivir aquí, con él… ¡Qué estupidez! Ya ves, tía, he pensado en vivir con un hombre que de la noche a la mañana ha desaparecido… ¿Cuándo comencé a perderme?
—Quizás cuando ya no te encontrabas en tu propia casa —me contestó, mirándome a los ojos.
—Sí, quizás… pero ¿y mi marido?
—Alicia, ¿eres feliz con él?
—¿Cómo se sabe eso?
—¿Cuándo fue la última vez que le besaste con los ojos cerrados?
Silencio.
—No sé qué más decirte, Alicia, me gustaría ayudarte, pero lo que te diga esta vieja cobarde tampoco te va a servir de mucho.
—Tía… no hables así.
—Sí, Alicia, sí. Cobarde.
Mantuvo sus manos sobre las mías.
—¿Por qué no te das uno de esos paseos por Toledo? ¿Quién sabe?, a lo mejor hasta te lo encuentras por ahí.
—No, hoy no me apetece salir, hoy no me apetece hacer nada. ¿Por qué las cosas son tan complicadas?
—Ay, hija mía, las cosas son sencillas, nosotros las complicamos.
Silencio.
Me fui a dormir.
* * *