—Marcos —le susurré—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Sí, claro. Dime.

—Verás, hace unos días encontré dos marcas idénticas a la que te enseñé en aquella plaza, ¿recuerdas?

—Sí, ¿y?

—Pues que me da la impresión de que hay una historia detrás que, por alguna razón, no me quieres contar.

Silencio.

Más silencio.

—Es cierto, Alicia, no te lo he contado todo, bueno, en realidad, no te he contado nada —me contestó mientras me apretaba ligeramente con sus brazos.

—Pero ¿por qué? —le dije, agarrando sus manos.

—Porque es fácil hablar de los muertos, pero no tanto de los que, de alguna forma, aún están vivos…

Silencio.

Noté cómo tragaba saliva.

—Pero bueno… ahora ya qué más da. Desde que se descubrieron esas marcas, mucha gente se ha inventado su propia historia sobre ellas. Podría decirte que hay cuatro o cinco leyendas distintas, te voy a contar la que, posiblemente, más se acerque a la realidad.

»Se dice que, hace ya muchos años, había un hombre en la ciudad famoso porque era capaz de arreglar cualquier reloj, por muy estropeado que estuviera. El caso es que cada vez fue adquiriendo más y más fama, y más y más trabajo. Tanto que empezó a olvidarse de todo lo demás: de sus amigos, de su mujer, de sus hijos… —Inspiró profundamente—. Aquel hombre pasaba días enteros encerrado en una pequeña habitación repleta de relojes. Únicamente salía de vez en cuando para comer o beber algo. Pasaba tanto tiempo allí que comenzó a enloquecer; por ejemplo, se le metió en la cabeza que cuando un cliente le llevaba su reloj, este determinaba su tiempo de vida. Así, si el reloj se adelantaba, significaba que su propietario quería vivir la vida demasiado deprisa; si el reloj se atrasaba, significaba que su propietario estaba perdiendo el tiempo o que realmente ya no quería utilizarlo, y si un reloj se paraba… Llegó a pensar que, de tanto arreglar tiempo, era él quien se iba quedando con las sobras, con los minutos que se perdían mientras un reloj permanecía parado.

»Y así, con una locura creciente, fueron pasando los meses y los años, sin ser consciente de que a su alrededor la vida iba cambiando. Cada día estaba más obsesionado, más perdido en su mundo, apenas hablaba con nadie, decía que su misión era acumular y acumular tiempo, quería acumular tiempo para vivir eternamente. Pero todo eso cambió el día que su mujer murió.

»Aquel día despertó. Aquel día se dio cuenta de que había estado almacenando un tiempo que ahora no tenía con quien compartir. Aquello marcó un antes y un después en su vida. Dejó de trabajar y se dedicó sólo a ella, haciéndole todo el caso que no le había hecho en vida. Se prometió dedicar el resto de sus días a mantener vivo su recuerdo.

»Una de las primeras cosas que hizo fue grabar esas marcas en varios puntos de la ciudad, seguramente en lugares que habían significado algo especial para ellos. Se dice que a partir de entonces paso sus días recorriendo las calles, intentando gastar un tiempo que parecía interminable.

Silencio de nuevo.

—Nunca se supo si aquel hombre murió o no. Pero aún hay gente que asegura haberlo visto vagando por la ciudad disfrazado de sombra. A la espera, quizás, de que algún día se le acabe todo este tiempo que fue acumulando.

Silencio.

—Marcos…

—Dime.

—Has empezado la historia diciendo que me ibas a contar la que más se parecía a la realidad, ¿cuál es la realidad?

—Alicia, créeme si te digo que es mejor que te quedes con la leyenda que con la verdad. De la primera aún puedes sacar alguna moraleja, de la segunda sólo tristeza. Te lo aseguro.

No hubo más palabras.

Aquella noche no me di cuenta de que no volveríamos a vernos más, no me di cuenta de que aquello era una despedida.

* * *