En la tarde de un martes acaba de caer una piedra desde un puente; a los pocos segundos caerá una lágrima y, quizás, en breve, caiga también un cuerpo.

Marta se asoma sabiendo que podría acabar con todo el dolor tan sólo saltando, como lo hace un gimnasta desde un trampolín, tal vez no de una manera tan elegante, pero seguro que mucho más efectiva.

Mira hacia abajo, buscando la zona donde ya no hay agua, esa zona donde el final es más seguro.

Se asoma un poco más y consigue dejar medio cuerpo fuera. En ese momento, el único contacto con el suelo —y con la realidad— es la punta de sus zapatillas.

Respira hondo y se prepara para impulsarse y saltar.

Segundos antes de hacerlo mira alrededor y ve a dos mujeres que la observan desde la sorpresa.

Y, afortunadamente, aparece una vergüenza que puede con la desesperación. «Mejor lo hago por la noche», se dice a sí misma. Como si importara algo el qué dirán cuando ya no hay a quien decírselo…

Se balancea hacia atrás, se agarra a la barandilla y respira en el interior de un cuerpo que continúa temblando, un cuerpo que ha estado a punto de dejar de ser.

Mira ese corazón que pintó hace unos días. Piensa en él, en Dani, en ese beso y en todo lo que aún no ha hecho en su vida: no ha realizado ese viaje con sus amigas, no se ha puesto ese piercing en el ombligo, no ha hecho el amor, no ha conducido una moto, aún no ha ido al concierto del cantante que tanto le gusta…

Y de pronto, como una posibilidad que siempre ha estado ahí pero a la que nunca ha prestado atención, se da cuenta de que hay otra opción: antes de acabar con su vida así, sin presentar batalla, podría intentar salir a la lona y realizar el combate de su vida.

Podría intentar plantarle cara, ser por una vez ella la fuerte. Se da la vuelta y mira de espaldas al puente, y de frente a la vida.

* * *