—¿Qué hacéis? —grité.
Cogí a la niña que estaba de pie, sobre la cabeza de Marta y, agarrándola del jersey, tiré de ella hacia afuera, contra los lavabos. Se oyó un golpe secó, gritó y se llevó la mano a los dientes. Recé para que no se hubiese hecho nada, no por ella, sino por mí. Inmediatamente, las otras dos, al oír los gritos, salieron huyendo.
Me acerqué a Marta y por un momento no me pareció una niña. Observé lo que parecía el chasis de una vida, una vida que se iba deshaciendo por todas sus costuras.
Lágrimas, sangre y saliva se mezclaban en un rostro formando el perfecto retrato de una derrota.
Continué mirándola sin atreverme a abrazarla, pues por un momento temí romperla.
Finalmente, no pude aguantar esa mirada que suplicaba refugio y la abracé, la envolví con mis brazos y yo también comencé a llorar. No imaginé que lo más duro estaba aún por llegar.
Porque lo peor no fueron los golpes, o la sangre, o esos ojos sin esperanza, lo peor fue lo que estaba a punto de escuchar.
* * *