Un lunes puede pasar desapercibido, o dejar huella y quedarse para siempre en el recuerdo.

Cuando Marta abre los ojos, ya sabe que es el miedo quien la ha despertado. Se levanta tratando de encontrar cualquier excusa para no ir a clase, para no encontrarse con esa otra chica que un día prometió clavarle una navaja en la cara si volvía a hablar con Dani. Eso sólo por hablar, ¿y por un beso?

Todos los instantes anteriores a su salida a la calle pasan a cámara lenta, como si estuviera viviendo una película de la que quiere escapar por cualquiera de sus fotogramas.

Camina esperando el choque contra las represalias en cualquier momento, pero no ocurre nada.

Llega a la puerta del instituto, se mezcla con sus amigas y entra junto a ellas en clase. No ocurre nada.

Y así, con una tranquilidad disfrazada de lobo, va pasando una mañana que parece la antesala de un combate que no hay forma de evitar.

Y suena el timbre del recreo.

Y Marta sale.

Y comienza a sentirse como una de esas máquinas de boxeo que aún sobreviven en las ferias de pueblos y ciudades. A la espera de que alguien eche una moneda para poner la cabeza y recibir el golpe.

Y si sólo fuera eso. Si sólo fuera eso, no tendría demasiada importancia, porque lo que a ella de verdad le duele no es el impacto, sino tener que medir la fuerza de este ante el resto de los testigos mudos sin poder hacer nada, sin otra alternativa que continuar ahí esperando al siguiente, y al siguiente, y al siguiente…

Y el combate se inicia.

En un principio sólo con miradas.

Ambas se observan desde sus respectivos rincones. Una, a la espera de dar una sucesión de golpes definitivos. La otra, con la esperanza de que se suspenda el enfrentamiento.

Bailan sin tocarse.

Y los asaltos van pasando entre el tiempo; de momento, no hay golpes, sólo gestos y miradas.

Pero todo eso va a cambiar en unos instantes, porque llega un momento en que Marta ya no puede aguantar más y tiene que ir al baño.

Aprovecha un despiste de su contrincante para escabullirse y escapar corriendo.

Abre la puerta.

Entra nerviosa a un cubículo vacío, cierra el pestillo, se sienta y comienza a mear.

Y oye cómo se abre la puerta.

Y tiembla.

Y oye cómo vuelve a cerrarse, sin saber si la persona que ha entrado ha vuelto a salir o se ha quedado allí dentro.

Silencio.

Suena el timbre que indica el fin del recreo, pero no el del combate.

Silencio.

Allí parece que no hay nadie.

Se limpia, tira de la cadena y… silencio.

Quita el pestillo y abre la puerta.

* * *