Salimos de la plaza para adentrarnos una vez más en aquellos laberintos. Estuvimos moviéndonos de calle en calle, de historia en historia, hasta que se paró frente a una casa.
—Mira —me dijo en voz baja—, ¿ves ese símbolo que hay ahí, en la esquina?
—¿Esa bola?
—Sí, ¿sabes qué significa?
—No —contesté mientras miraba aquella pequeña bola de piedra situada en la esquina de la casa.
—Bueno —me sonrió—, intenta al menos adivinarlo…
—Pues… no sé, algún tipo de señal para los habitantes, alguna forma de distinguir una casa de otra… Quizás porque dentro vive alguien importante.
—No, no, nada de eso. Resulta que Toledo, a pesar de estar rodeado por un río, siempre ha tenido grandes problemas con el agua. Si lo piensas, no es nada fácil subir el agua hasta aquí.
Dejó que pasara el silencio.
—Imagina por un momento que estás viviendo en aquella época y que se produce un incendio en esta misma casa. ¿Qué crees que pasaría?
—Bueno, pues de alguna forma encontrarían agua para apagarlo, ¿no?
—¿Cómo? Cada casa tenía una cantidad de agua para su consumo, pero nada más. Para conseguir agua había que bajar al río. Además, no sé si te habrás fijado, pero en Toledo no hay manzanas como tal, sino que aquí todas las casas están pegadas unas con otras. Por lo que si se quemase una de ellas, a través de las paredes podría llegar a incendiarse toda la ciudad.
—Vaya, entonces…
—Bueno, pues entre otras cosas, de ahí la utilidad de estos símbolos con forma de bola. Se ponían estas señales en las casas en cuyo interior había un aljibe del que coger agua. Sería como las piscinas que hoy en día buscan los helicópteros sedientos ante un incendio.
—Vaya, qué curioso ¿Y tan pegadas están las casas?
—¿Aquí? Aquí serías incapaz de dar la vuelta completa a una manzana y llegar al mismo lugar en el que empezaste. ¿Quieres probarlo? —me retó.
Y sin esperar mi respuesta, me cogió de la mano y comenzamos a correr intentando no bajar de la acera, yo intentando no bajar de las nubes.
Tras muchos, muchos metros, varios jadeos y alguna que otra queja, me rendí. Tenía razón, no había forma de volver al punto de origen sin bajar. Paramos, él entero y yo agachada, apoyando mis manos sobre las rodillas, escupiendo vaho en el frío de la noche. Me miró, le miré y sonreímos.
—Me lo creo —le dije.
Y tal y como estaba, en esa posición casi agachada, me cogió y me subió a su espalda como si fuera un saco, y yo me dejé subir como si fuera un sueño. Así me estuvo llevando varios minutos por aquellas calles que parecían perdernos.
Ya cogidos de la mano, fuimos paseando hasta llegar a un precioso mirador desde donde pudimos disfrutar de una de las vistas más bonitas de una ciudad que a esas horas ya comenzaba a cerrar los ojos.
Se sentó junto a mí.
Me abrazó.
Nos abrazamos.
Silencio, oscuridad y tacto.
Y pasó el tiempo…
—Bueno, sigamos —me susurró mientras me cogía de nuevo la mano—, que nos espera la ciudad. ¿Sabes? Hay mil puertas en el mundo, pero ninguna como la que vamos a ver ahora.
Y así, de un salto, me levantó y comenzamos a caminar de nuevo.
Hubo un momento en el que intuí que nos seguía alguien. No vi nada, pero escuché lo que pudieron ser unos pasos a unos metros de nosotros. Algo me decía que no estábamos solos. Quizás aquello me hizo pensar en mi marido, en la posibilidad de que hubiera venido a Toledo a verme, en la posibilidad de que hubiera ido a casa de mi tía y esta no le hubiera podido explicar mi ausencia, en la posibilidad de que hubiera salido por la ciudad a buscarme, en la posibilidad de que finalmente me hubiera encontrado…
No, pensé, el amor que nos quedaba no era tan fuerte como para hacer algo así. Pero olvidé que había otra fuerza tan intensa como el amor: los celos. No conté con eso.
—Mira —me dijo.
Y allí, entre sus brazos, me sorprendió una preciosa puerta con dos torres gigantes a los lados, casi tan grandes como el escudo que la presidía. Y arriba, sobre toda la construcción, un ángel de piedra.
—Un día, la peste se acercó a Toledo con la intención de entrar por esta misma puerta. Pero, justo en el momento en que se disponía a pasar, el ángel que ves ahí arriba le dio el alto.
»—¿Qué quieres? —le preguntó.
»—Vengo porque tengo permiso para matar a siete en esta ciudad.
»El ángel, tras ver que aquello no constituía una gran amenaza, le dejó entrar. Pero con el paso del tiempo, el brote de peste se fue llevando más y más vidas. Quizás al principio fueron siete, luego veinte, luego cien, doscientos, mil… y así murieron más de siete mil toledanos.
»Tras muchos meses y muchas muertes, llegó el día en que la peste se decidió a abandonar la ciudad por esta misma puerta. En el momento que la atravesaba, el ángel volvió a darle el alto.
»—Oye —le gritó—, te dejé pasar porque me dijiste que sólo ibas a matar a siete, y han muerto siete mil, no has cumplido tu trato.
»—No —contestó la peste—, yo he cumplido mi parte del trato. Yo sólo maté a siete, a los otros los mató el miedo.
Silencio. Como tantas otras veces cuando me contaba una historia. «A los otros los mató el miedo», y justamente eso era lo que me estaba matando a mí por dentro, el miedo y no los remordimientos, y aquella era una diferencia importante.
Siete mil, pensé. ¿De qué me sonaba ese número? Siete mil besos, siete mil sonrisas… Sonreí.
—En realidad —continuó—, muchas veces nos pasa eso, lo que nos paraliza no es que ocurra algo, sino el miedo a que pueda ocurrir.
Me abrazó y me acurruqué en sus brazos.
Y así, abrazados, nos dirigimos hacia esa misma puerta, bajo la mirada del ángel.
Llegamos a una preciosa plaza de armas. Allí me arrinconó contra una pared, me cogió las manos y mientras me besaba con los dedos, eran sus labios los que me abrazaban.
* * *