Otro domingo menos amanece.
Un hombre se despierta sabiendo que no hay nadie más en casa. Cierra los ojos con fuerza intentando paliar un fuerte dolor de cabeza, quizás anoche bebió mucho más de lo necesario. Se dirige al baño a buscar alguna pastilla y se sorprende al ver restos de cocaína sobre un pequeño espejo.
En ese mismo pueblo, a varias casas de distancia, una mujer se despierta abrazada a su marido, abre los ojos, mira cómo duerme y le dice en voz baja un «te quiero», quizás también en minúsculas. Porque mientras sus palabras atraviesan boca, dientes y labios, su mente se ha trasladado a un futuro cercano en el que se imagina de nuevo con ese chico en la camilla.
Tres calles más al sur, una mujer ya entrada en años, carnes y aburrimiento, hace horas que se ha levantado; espera nerviosa a que sean las doce para ir a la plaza y contarle a sus amigas el último rumor del pueblo: Sandra, la hija mayor del carnicero, se va a separar. Una mujer que disfruta siendo la primera en difundir ese tipo de noticias. Ella y sus compañeras de carroña pasarán la mañana, el día y seguramente las próximas semanas, inventando historias sobre las causas de dicha separación. Inventarán —y lo peor de todo, difundirán— que ella le ha engañado con otro, que ha dejado de atender a sus dos hijos para acostarse con algún fulano o quizás, quién sabe, que era su marido el que, según se comentaba, cada fin de semana se iba con furcias. Juzgarán además la irresponsabilidad de una pareja por no seguir unidos, aunque sólo sea por sus hijos… Mujeres que son felices asomándose a las mirillas de otras vidas.
La realidad es, sin embargo, que Sandra y su marido hace mucho tiempo que ya no se aman como pareja, conviven juntos pero viven separados. Saben que su matrimonio ya no va hacia ningún sitio porque cuando se despiertan evitan el contacto, porque cuando se miran intentan no hacerlo a los ojos y porque cuando se acuestan sus pensamientos están aún más lejos que sus cuerpos. Ambos descubrieron todo esto por separado, pero hasta hace poco ninguno quiso reconocerlo en voz alta. Quizás porque una relación varada en el tiempo no se hunde mientras no haya olas, ni tormentas, ni reproches, ni palabras que obliguen a achicar sentimientos escondidos.
Y a pesar de la verdad, esas mujeres continuarán germinando las mentiras. De lo que nunca hablaran será de sus propias vidas en pareja, de esas noches a solas frente a un televisor, de esas personas con las que lo único que comparten es techo, de esas relaciones en las que la conversación más larga suele ser un «buenos días». No, de eso nunca hablarán.
Aquel domingo desperté con mil mariposas en el cuerpo, mariposas que se me escapaban en cada sonrisa, desperté con la misma ilusión que un niño en la mañana de Reyes. Aquel domingo había quedado con él de nuevo.
Ahora que vuelvo a recordarlo todo, me doy cuenta de que en aquellos días mis deseos madrugaban mucho más que mis arrepentimientos.
Y llegó la hora de la cena, la hora de acostar a mi niña, la hora de hablar con mi marido y la hora de arreglarme.
Llegué unos minutos antes a la plaza, nerviosa. Me senté en un banco a la espera de que llegara, nerviosa y respiré profundamente, nerviosa.
Me levanté, nerviosa.
Marcos tardaba demasiado, o quizás era yo, que ya no sabía esperar. Comencé a caminar por la plaza, a observar todo aquel alrededor en el que hasta ahora ni siquiera me había fijado. Cuando tienes delante unos ojos tan verdes, los contornos no suelen ser importantes.
Me fijé en el reloj que había en la plaza: aún faltaban cinco minutos. Bajé la mirada y, justo debajo, descubrí algo que me puso aún más nerviosa. Bajo aquel reloj había dos arcos muy distintos: un doble arco. Saqué el móvil, abrí las fotos y leí la segunda frase: «En el doble arco del tiempo».
Fui hacia allí con ese tipo de ilusión que tan pocas veces aparece cuando uno ya es adulto. Crucé la calle sin mirar, pasé bajo ellos y… no encontré nada. Estuve revisando el espacio que había bajo esos dos arcos: paredes, suelo, techo… nada. Atravesé los dos arcos y descubrí unas escaleras que bajaban hacia una calle paralela; nada. Rodeé una estatua, miré a ambos lados, arriba, abajo, izquierda, derecha… nada. Pero al subir de vuelta, los vi: dos corazones enfrentados y una fecha… 22-X-1984.
La observé nerviosa.
La acaricié con las manos…
Y sonaron las campanas. Era la hora.
Le hice una foto y subí corriendo las escaleras. Crucé de nuevo la calle y él ya estaba allí, sentado en el mismo banco del que yo me había levantado.
No hubo besos, me cogió la mano y con los párpados me dijo: ven.
* * *