Aquella tarde de sábado, mientras estaba paseando con mi hija por las calles de Toledo, sonó el móvil. Miré el mensaje, era de Marcos: «Hola, Alicia, esta noche al final no podre kedar contigo. Kedamos mañana x la noche, a las 21.00 en Zocodover. 1 beso».

«Vale, hasta mañana», le contesté.

Por una parte, suspiré de alivio, como si el destino me hubiera dado un día más de tregua, pero, por otra, y esta era la que más pesaba, me quedé desilusionada.

Aún tenía el móvil en la mano y mis dedos fueron directos al álbum de fotos. Pasé unas cuantas hasta que llegué a una en la que aparecían seis frases que parecían ser seis pistas.

Miré la primera: «Bajo el reloj sin minutos», era sencilla, sobre todo después de la explicación de Marcos. Así que, con mi niña de la mano, me fui en dirección a aquel reloj que sólo tenía una aguja.

Atravesamos calles repletas de gente, sobre todo de turistas. Nos acercamos a la catedral y comencé a oír una preciosa melodía.

Siguiendo la estela de aquella música me encontré, junto a uno de los muros principales de la catedral, a una mujer vestida de blanco que, sentada sobre una pequeña silla, tocaba un extraño instrumento como si sus dedos fueran ángeles, como si sus brazos fueran viento.

Alrededor de ella se congregaban personas anónimas que disfrutaban, al igual que yo, de un sonido que parecía la banda sonora de la propia ciudad. Cerré los ojos durante unos instantes, con mi niña de la mano, y me trasladé a mis paseos nocturnos entre aquellos muros.

La miré mientras tocaba, nos miramos, y con una sonrisa nos despedimos.

Cogí a mi niña en brazos y seguí mi camino hacia el reloj, dejando atrás aquella melodía que iba desapareciendo en el aire, pero continuaba sonando en mi mente.

Giré a la derecha para recorrer la misma calle por la que, hacía unos días me había perseguido un hombre de palo. Había muchísima gente alrededor, y ahí me di cuenta de que aquella ciudad estaba más viva que nunca.

Llegué a las mismas rejas en las que, sólo unas noches antes, el límite entre nosotros fue el tacto. Miré arriba y lo vi: el reloj con una sola aguja, debía de ser allí.

Cruzamos la verja y me puse a mirar la parte inferior del muro que rodeaba el acceso a la catedral, incluidas las puertas, por si acaso las marcas estaban en la madera. Nada.

Utilicé a mi niña de excusa para justificar un comportamiento que se salía un poco de lo común. Simulé que, junto a ella, andábamos buscando algo en las paredes, como un juego infantil entre madre e hija. Ella me seguía sin saber qué estábamos haciendo y yo continuaba sin saber muy bien qué estaba buscando.

Y así recorrimos, poco a poco, con pasos de niña, la parte izquierda, desde la puerta principal hasta la oscura verja. Nada.

Volví a hacer el mismo recorrido, pero esta vez por la parte derecha, desde el final de la verja, hasta el principio de la puerta. Nada.

Miré arriba, en la parte alta, entre los arcos, entre los dibujos, incluso entre las piedras. Miré alrededor de la verja, fuera… Nada.

Cuando mi hija comenzó a protestar de aburrimiento, la cogí en brazos y fuimos a los columpios de un pequeño parque.

¿Nada? ¿Cómo era posible? La pista parecía muy clara, muy sencilla. A no ser que hubiera otro reloj igual en Toledo, a no ser que, con las prisas, se me hubiera pasado mirar algo.

Tuvieron que transcurrir unos días más para conseguir entenderlo, y es que toda realidad tiene dos caras. El problema es que nos suele bastar con conocer una.

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