Tras mil sonrisas, anécdotas y pequeñas confesiones, acabamos de cenar. Después, sobre las doce, decidimos ir a tomar algo por ahí. Estuvimos charlando y riendo hasta que en el local en cuestión decidieron poner la música tan alta que ni por señas nos entendíamos.

Tras la última copa, pasada ya la una de la madrugada, nos despedimos. Supongo que ellas se fueron hacia sus casas, pero yo no, yo tenía algo pendiente.

Saqué fuerzas y valor —quizás gracias al alcohol—, y decidí que ya era hora de entrar en aquella casa, ya era hora de averiguar de qué iba toda aquella historia.

Fui recorriendo calles a través de un Toledo escondido en la noche, haciendo ruido con unos tacones que parecían pedir perdón en cada paso. Caminé con la esperanza de que aquella puerta permaneciera abierta.

Y llegué.

Y lo estaba.

Miré a ambos lados de la calle: nadie.

Asomé la cabeza al interior de la casa: nada.

Empujé lentamente.

—¡Hola! ¿Hay alguien? —pregunté mientras accedía.

No hubo respuesta.

—¿Hola?

Nada.

Entré de puntillas, intentando no hacer ruido, y descubrí un precioso patio iluminado con mil velas, rodeado de columnas, sillones de mimbre y decenas de plantas. Un patio a cuyo alrededor se disponían puertas y ventanas que, sin duda, conducían a varias habitaciones.

También descubrí dos escaleras: una que bajaba y otra que subía a tres pisos de altura.

Y en el centro de todo aquello reposaba, sobre el suelo, un ramo de flores. Me acerqué y noté, por el olor, que eran flores frescas, seguramente de ese mismo día.

Miré de nuevo aquella preciosa estancia, reconozco que asustada, y comencé a escuchar un extraño sonido que subía a través de unas escaleras que parecían conducir a un sótano.

Me acerqué en silencio.

Cada vez el ruido era más nítido, más intenso.

Puse el pie en el primer escalón y comencé a bajar por una estrecha escalera que se iba curvando hacia la izquierda.

Respiré hondo. Paré. Volví a dar otro paso, otro escalón, y otro, y otro más…

Llegué al último y, mientras mis pupilas intentaban acostumbrarse a la intensa oscuridad, eran mis oídos los que no acababan de adaptarse a un ruido parecido al de mil corazones.

Una única vela, situada sobre una mesa de madera, iluminaba la estancia.

Miré alrededor y me encontré con un vivero de tiempo: miles de varillas de cientos de relojes funcionaban a la vez. Me fijé y casi todos tenían la misma hora en sus cuerpos.

Tras la sorpresa inicial, me detuve a inspeccionar la pequeña sala: tres de las cuatro paredes estaban repletas de relojes. La otra, en cambio, estaba cubierta por un corcho gigante. Un corcho en el que habían clavados seis trozos de papel. Me acerqué y descubrí que cada uno de ellos tenía una frase escrita. Comencé a leerlas.

«Bajo el reloj sin minutos».

«En el doble arco del tiempo».

«Te encontré a tiempo para escribir la tercera fecha».

«Donde acabó su vida y empezó tu muerte».

«Fuiste una estatua cuando aún podías moverte».

«Bajo el símbolo del agua encerrada».

Todas estaban escritas a mano, con tinta negra y una letra delicada, como si para hacer cada una de aquellas frases, el autor hubiera invertido un trozo de su vida. Y bajo cada una de ellas… los dos mismos corazones que yo ya había visto.

Saqué el móvil para fotografiarlas, pues al leer la tercera supuse que aquello tenía relación con la marca de la plaza. Quizás el resto eran pistas para encontrar otras.

Tras las fotos, me fijé en lo que había sobre la mesa: un reloj abierto, quizás a la espera de ser reparado, dos que parecían ya arreglados y, en una esquina, un precioso reloj de bolsillo con el cristal roto, en una pequeña urna.

Y junto a la urna, una carta escrita con la misma delicada letra.

Siete fechas, siete lugares donde nos unimos.

Siete fechas, pero, en realidad, han sido…

Siete mil besos,

siete mil caricias,

siete mil formas de amarnos,

siete mil palabras dichas,

siete mil sonrisas,

siete fechas repartidas por Toledo,

siete fechas que al pasear por esta ciudad me recuerdan que sigue estando viva.

¿Siete fechas? Volví a contar lo que supuse eran las pistas, pero sólo había seis frases.

Extraño.

Saqué de nuevo el móvil y le hice una foto también a aquella carta.

No me di cuenta de que había estado casi una hora dentro de una casa a la que no había sido invitada. No me di cuenta de que en aquel sótano el tiempo pasaba demasiado rápido. No me di cuenta —y eso lo supe más adelante— de que no estaba sola.

* * *