A esa misma hora, mientras en Toledo un grupo de amigas imaginan situaciones íntimas, a unos trescientos kilómetros de allí, en la habitación de una peluquería de un pequeño pueblo, queda poco espacio para la imaginación.

La dueña, Sonia, ha avisado a su marido de que llegaría un poco más tarde, que hoy tenía un cliente con cita a última hora.

Entran en silencio, nerviosos, como si a pesar de todos sus juegos anteriores, no se conocieran. Él se quita los pantalones y se coloca en la misma camilla sobre la que tantas veces ha estado. Pero esta vez se baja también los calzoncillos a la espera de que ella, también desnuda, se le acerque.

Las sensaciones comienzan a ocupar las dos mentes, sensaciones que, de momento, no dejan espacio para nada más. Porque los remordimientos no brotarán hasta mucho más tarde, justo cuando el placer desaparezca.

Y así, en un disfrute moralmente prohibido, consiguen parar el tiempo y el alrededor. Recorren desconocidos cuerpos con sus miradas, sus dedos y sus labios.

Cada sensación se amplifica por la propia situación: el roce de piel con piel, los dientes clavados en el cuerpo de ella, las uñas clavadas en el cuerpo de él, los besos que se regalan con los dedos… y todos esos movimientos nuevos.

Ambos se desplazan en una pequeña camilla sin saber la reacción ante cualquier nueva postura: ¿le gustará? ¿Lo estaré haciendo bien? ¿Se fijará en mi cuerpo? ¿Se notará que me estoy fijando en el suyo?

Ambos se tocan con fuerza y respeto, con vergüenza a lo desconocido, con esas ganas por lo no permitido.

Acaban, ella dos veces.

Él lo gesticula, ella no lo disimula.

Y el intenso desorden de cuerpos deja paso a un silencio en cuyo interior ambos se visten lentamente, se miran y se despiden como si acabaran de conocerse, como si fueran dos extraños que, de pronto, han coincidido.

Dos besos y un hasta luego.

No ha sido para tanto, piensa ella mientras regresa a casa en el coche. Ha estado bien como placer, como desahogo, como experiencia, pero no lo cambia por la comodidad de su hogar, de su marido, de sus hijos, de las cenas de familia en Navidades… No lo cambia, pero eso no significa que no vaya a repetirlo. Y es que asume que por más veces que lo haga con su marido, jamás volverá a ser como al principio, jamás llegarán a tener esa pasión que acaba de experimentar.

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