A esas horas aún había gente por las calles: personas que salían de algún restaurante, personas que bajaban la basura y aprovechaban para fumarse ese cigarro a solas lejos de la cotidianidad que les esperaba arriba, vidas perdidas que regresaban a alguna casa, con suerte a la propia…

Comencé a caminar sabiendo muy bien adónde quería llegar. Aquella plaza… aquellos dos corazones, aquel túnel precioso… aquella forma tan espontánea de hacer el amor. Me dirigí allí sin saber muy bien qué buscaba, pero, sin duda, nada parecido a lo que me encontré.

Me perdí varias veces, pero finalmente llegué hasta los cobertizos. Crucé aquel precioso pasillo de piedra y al llegar a la plaza me di cuenta de que no estaba sola.

Había un hombre agachado acariciando con sus dedos aquella misma marca. Un hombre vestido totalmente de negro, con el rostro cubierto por una capucha. Pasé con disimulo por delante de él y seguí caminando hasta la siguiente esquina, allí me paré y me puse a temblar.

Por alguna extraña razón comencé a tener miedo de aquella figura oscura que permanecía encogida a ras de suelo.

Pasó por mi cabeza salir corriendo de allí y volver a casa, pero al final la curiosidad le pudo al miedo.

Me quedé en la esquina, observando sus nulos movimientos. Y así, realidad y —quizás— fantasía compartían un mismo lugar y un mismo momento.

Estuvimos allí más de veinte minutos. Un hombre que no se movía y una mujer que en los últimos días lo había hecho demasiado.

Lentamente, como si llevara el peso de varios siglos de vida encima, comenzó a levantarse. Se puso en pie y, sin girar la cabeza, miró hacia ningún lado… Empezó a andar… y yo me dediqué a seguir a una sombra que se movía despacio, a veces incluso más que el cuerpo al que pertenecía.

La imagen de aquel hombre me recordó a la luz que deja una estrella que desapareció hace años. Dobló varias esquinas, cruzó callejones y, en unos minutos, aparecimos en la calle del Hombre de Palo. Al menos, ya me había ubicado.

Seguimos caminando hasta llegar frente al Alcázar. De ahí continuó calle abajo, dejando el edificio a la izquierda. Yo le seguía a cierta distancia, intentando pasar desapercibida.

Y de pronto, desapareció.

No era posible, la pared se lo había tragado. La calle continuaba pero él ya no estaba allí. Aceleré el paso y eché a correr sin que me importara ser descubierta. Cuando llegué al punto exacto donde lo había visto por última vez, lo comprendí todo.

La pared se abría dejando paso a una esquina que parecía perdida en la ciudad. Me asomé y aún llegue a verlo mientras bajaba unas escaleras.

Comencé a creer que estaba en el interior de un cuento, no sólo por la situación, sino por el escenario. Observé, desde arriba, cómo hombre y sombras descendían por unas escaleras que parecían llevar a otro mundo. Unas sombras que, debido a las pequeñas farolas que rodeaban el momento, iban atrasando y adelantando al cuerpo al que pertenecían.

Giraron a la derecha, y yo tras ellas.

Y allí, frente a una extraña cruz que ocupaba toda una fachada, me detuve.

Me asomé a lo que parecía un amasijo de calles; un ovillo de casas, farolas y balcones. Era como si algún gigante hubiera zarandeado aquella ciudad para convertirla en una maraña.

Miré el reloj: era ya muy tarde, pero… después de tantos años viviendo en la superficie de un lago, ¿cómo dejar de lado una aventura?

Me adentré en aquellos callejones que parecían organizarse en nudos. Al doblar la primera esquina lo vi de nuevo. Un cuerpo que se arrastraba lentamente, tanto que me dio la impresión de que, durante todo mi dudar, me había estado esperando.

Inicié una persecución a cámara lenta. Nos adentramos por calles torcidas, oscuras, frías… Caminamos y caminamos. El cuerpo —o la sombra— delante y yo detrás, tras sus pasos, a su ritmo. Estuvimos así durante más de una hora hasta que… me di cuenta de la trampa.

Me detuve.

Comencé a temblar.

Me di cuenta de que habíamos pasado ya varias veces por el mismo sitio. Me di cuenta de que aquella sombra estaba jugando conmigo, de que habíamos estado dando vueltas a los mismos lugares. Aquella maldita sombra y su cuerpo se habían estado riendo de mí. Me detuve y abandoné la partida. Me sentí tan avergonzada, tan idiota.

Aquel cuerpo me esperó durante unos instantes, pero, finalmente, al ver que ya no le seguía el juego se marchó calle arriba. Me lo imaginé sonriendo.

Con el paso de las horas, se había ido acumulando una pequeña capa de niebla que, seguramente, al igual que yo, tampoco sabía muy bien cómo escapar de aquel laberinto.

Anduve sin rumbo: una calle, y otra, y otra… hasta que llegué a una intersección en la que había una especie de banco de piedra. Me senté en él para descansar un poco.

En ese momento apareció un pequeño gato negro que, lentamente, se fue acercando a mí. Jugó entre mis piernas con el rabo erguido mientras rozaba su cabeza contra mis zapatos. Comenzó a ronronear suavemente entre el silencio.

Permanecimos allí —gato y Alicia— durante varios minutos. Yo observándolo y él sabiendo que le observaba. Estuve a punto de iniciar una conversación imposible. Estuve a punto de decirle que estaba perdida, que no sabía qué camino coger para salir de allí, y no me refería sólo a las calles.

Finalmente, el gato se separó de mí y se marchó calle arriba.

Y le seguí.

Y de ahí pasamos a otra calle, y a otra, y a otra… todas ellas en sentido ascendente. Fue cuando me di cuenta de que esa era la dirección correcta para llegar hasta el Alcázar.

Llegué, respiré e inicié el regreso a casa.

El gato salió corriendo hacia la noche.

Creo que pude verle una sonrisa.

* * *