Recogí a mi hija de la guardería y nos marchamos a casa.
La tarde pasó tranquila en los alrededores de una mente que ardía por dentro, la mía.
Tras la cena, recogimos la mesa y yo, como cada noche, fui a la habitación para acostar a mi hija. Solía leerle algún cuento, de esos con grandes dibujos y apenas tres o cuatro frases; de esos en los que los protagonistas casi siempre son animales y no personas; de esos en los que nunca aparecen infidelidades ni padres separados.
Cuando acabé, su cuerpo ya se había acurrucado junto al mío, rodeándome con sus pequeñas manos. Era un abrazo que no pedía nada a cambio, espontáneo, sincero, de esos que se van perdiendo con la edad.
Poco a poco, con el mismo pulso con el que se desactiva una bomba, me fui separando de ella. La tapé, cerré un poco la puerta y salí de la habitación para reunirme con mi tía que ya estaba en el sofá con dos tazas de té. Su marido dormía —o veía la tele— en la habitación de matrimonio…
Me senté junto a ella y me sonrió como sólo sonríen las amigas con las que has compartido secretos.
—¿Te has dado cuenta —me dijo— de que cada dos o tres anuncios hay uno de medicamentos?
—No, la verdad es que no, es que veo muy poco la tele.
—Pues sí, llevo ya un tiempo fijándome y es cierto, si te molesta la garganta, medicamento; si lo que tienes son mocos, medicamento; si te duele la cabeza, medicamento; si no cagas, medicamento… o yogur. —Y consiguió sacarme una pequeña sonrisa—. Es como si nos quisieran medicar a todos —me dijo mientras abría un pequeño bote y sacaba cuatro pastillas de colores—. La roja para la tensión, la amarilla para las jaquecas, esta otra ahora mismo no sé ni para qué, y la blanca alargada para aliviarme el dolor de estómago que las otras me generan. —Y las dos volvimos a reír.
—¡Mi marido! —exclamé.
—¿Qué?
—¡Que no le he llamado en todo el día!
Me fui a la habitación y marqué su número.
Me disculpé e inventé varias excusas, que si me había olvidado el móvil en casa, que si el trabajo, que si la niña… Hablamos de ella, un poco de mis clases, un poco de su trabajo, de cómo me iba con mi tía, de cómo le iba a él a solas en casa… Hablamos, a veces incluso sin escucharnos, de las mismas cosas que hablábamos cada día, cada semana, cada mes… Comparé esas conversaciones y las que tenía con Marcos.
Colgamos a la primera, con un simple te quiero, lejos quedaban aquellos «Tú primero».
Volví al sofá.
Pasamos un buen rato viendo anuncios que se interrumpían de vez en cuando por algún programa. En ese momento, estábamos viendo uno de esos en los que hienas con disfraz de periodista luchan por carnaza.
Ella callaba, totalmente atrapada por aquellas discusiones donde lo más interesante era quién gritaba más fuerte. En cambio, yo tenía ganas de huir de allí, pero no a mi habitación, sino huir de verdad, huir hacia esa ciudad que me llamaba con la fuerza de la curiosidad.
Me acabé el té.
—Tía, ¿te importa si me voy a dar un paseo?
—¿A estas horas? —se sorprendió.
—Bueno, son las diez y media, tampoco es tan tarde.
—Has quedado otra vez, ¿eh? —Sonrió.
—No, no, hoy no, pero creo que me he acostumbrado a caminar por esta ciudad. No te preocupes por la niña, que nunca se despierta, además, cualquier cosa me llamas, que tampoco andaré muy lejos.
—Vale, pero ten cuidado.
—No te preocupes, en un rato estoy aquí.
Pero al final tardé más, bastante más.
Dejé las tazas en la cocina, cogí el abrigo y salí a buscarme.
* * *