Llamé al timbre.

—¿Quién?

—¿Carolina? Soy yo, Alicia.

—Sí, sube, sube.

Abrió la puerta y me recibió con un abrazo.

—¿Ya estás mejor?

—Sí, sí, siento molestarte.

—Pero qué molestia, si hoy justamente como sola, mi marido no vendrá hasta las cinco o las seis. Además, he pedido al chino y ya tengo la comida en la cocina. —Reímos—. Así que vamos, ¡que tengo un hambre!

Durante la comida le conté todo, absolutamente todo. Lo que había hecho y lo que sentía por dentro, la pasión y los remordimientos, la tentación y el veneno, el pasado que no quería perder y el futuro que no sabía evitar, la voluntad confundida ante aquellos ojos… Carolina y yo nos conocíamos de apenas unas semanas y en cambio ya sabía más secretos de mí que la mayoría de mis amigas.

Me estuvo escuchando en silencio, sin intervenir, dejando que me desahogara allí, en su casa.

Tras mil lágrimas y varios suspiros, acabé de hablar, y ella de comer. Yo apenas había probado nada.

—Bueno, pues ya está —me dijo.

—¿Ya está? —le contesté.

—Sí, ya lo has soltado, ya te has liberado. ¿Sabes, Alicia?, todo lo que te está ocurriendo, me refiero al sufrimiento, es problema de la sociedad en la que vivimos. Arrastramos tantas culpas, por los demás, por el qué dirán… que eso a veces nos impide ser felices. De hecho, la culpa es útil en bastantes ocasiones.

—¿Útil?

—Sí, claro, por ejemplo, si no existiera la culpa seguramente no quedaría ninguna religión. Las religiones se sustentan en hacerte sentir culpable para que hagas lo que te ordenan. En la Antigüedad era la mejor forma de controlar a la gente. Si no hacías lo que te decían, eras culpable. Culpa, culpa, culpa.

—Vaya.

—De todas formas, por si te sirve de algo, a mí me pasó algo parecido.

—¿Algo parecido?

—Bueno, lo mío fue más de película.

—¿De película?

—Sí, de esas en las que la novia escapa de su propia boda.

—¡¿Qué?!

—Como lo oyes. Ven, vamos al sofá y te sigo contando. ¿Qué quieres, café o infusión?

—Infusión.

—Pues tila entonces. —Y nos echamos a reír.

Nos sentamos con nuestras tazas en la mano.

—Pues sí, Alicia, yo ya tenía todo el paquete contratado: el fotógrafo, el restaurante, la fecha en el ayuntamiento, el vídeo, las flores… Habíamos ido incluso a esa prueba de comida. Ya estaba todo preparado, apenas quedaban tres semanas para casarnos. Y entre los nervios, la rutina, el agobio y todos los sentimientos que te quieras inventar, se coló el amor, pero el amor por otra persona. No lo busqué, te lo juro, simplemente surgió.

»Surgió porque es probable que el anterior ya se estuviese agotando, pero al movernos siempre por los mismos carriles no lo notábamos. El problema siempre viene cuando una vida se agita: entonces descubres que tenías en el armario ese albornoz que nunca habías usado… no sé si me entiendes. ¡Imagínate el panorama! En tres semanas me casaba con mi novio de toda la vida… con todas las invitaciones enviadas, con la ilusión de mis padres, la ilusión de mis suegros, la de mis abuelos, la de mis dos hermanas…

—Vaya…

—Uff, ni te imaginas, aquellos días fueron los peores de mi vida. Adelgacé más de cuatro kilos en apenas dos semanas. La gente pensaba que estaba enferma, yo les decía que estaba haciendo dieta para poder entrar en el traje.

—¿Y qué hiciste?

—Bueno, tenía dos opciones. La primera, intentar olvidarme de ese nuevo amor que brotaba y seguir adelante prostituyendo mis propios sentimientos. Puede parecer la decisión más fácil a corto plazo, pero te aseguro que con el paso del tiempo es la que más te destroza por dentro. Llega un día en el que la frase «¿Cómo podría haber sido?» se te graba en la mente como un mantra. Y lo peor de todo es que buscas cada momento difícil en la relación para recriminarte por no haber dado el paso. Lo sé porque yo, aparte del trabajo en el instituto, colaboro por las tardes en una consulta privada intentando ayudar a parejas.

»La segunda opción consiste en asumir que los sentimientos también mueren, e intentar despedirte de ellos sin hacer demasiado daño a los que te rodean. Ser capaz de liberar la sinceridad y asumir las consecuencias. Bien, pues en mi caso, me armé de valor, reuní a mis padres y a mis dos hermanas, y les conté que no me casaba, y las razones…

»Imagínate la situación: mi madre llorando, dando puñetazos contra la mesa; mis hermanas llorando pero rodeándome con un abrazo y mi padre, ay…, creo que hubo una generación de padres que nacieron sin sentimientos… Alicia, aquello se convirtió en una bacanal de emociones y reproches, en un interrogatorio sin sentido, en un intentar convencerme de que no sabía lo que hacía… Y ¿sabes qué? Era cierto, en ese momento no sabía lo que hacía.

»Tras la noticia a la familia, vino lo más duro, decírselo a mi exfuturo marido. Aquello fue terrible, aquel día descubrí el dolor en estado puro. Quizás lo que más intensificó el sufrimiento fue que no se lo esperaba, que le pilló totalmente por sorpresa. ¿Sabes, Alicia…? Se quedó mudo, blanco, inmóvil, creo que aquel día, por unos instantes murió. Tras gritos, reproches, lágrimas y dolor, mucho dolor, se levantó y se marchó.

»Durante los siguientes días todo fue muy confuso, intentamos volver, intentó hacerme cambiar de opinión, intenté cambiar de opinión… pero nada, al final vimos que aquello se había acabado. A partir de entonces fuimos ventrílocuos de nuestros abogados. Es triste tener que comunicarte así con una persona con la que has compartido tantos años, tantas situaciones y tanta vida.

»Pero bueno, Alicia, ha pasado el tiempo y aquí sigo. Casada con otra persona y feliz. Tengo que reconocer que, con el tiempo, mi expareja se ha portado muy bien. Estuvo varios meses sin hablarme, pero un día me llamó por teléfono para decirme que quería quedar conmigo. Vino a casa, y aquí, en este mismo sofá en el que estamos sentadas, me felicitó por ser tan valiente. Me confesó todo lo que me había querido y comenzó a llorar, y yo comencé a llorar. Nos fundimos en un abrazo porque aquellas lágrimas significaban que entre nosotros quizás ya no había amor, pero permanecía el cariño. “Con el tiempo he comprendido que hiciste lo correcto. Es mejor sufrir unos meses por lo que pudo ser, a estar toda una vida viviendo una mentira, a estar toda una vida preguntándome quién ocupa tus pensamientos”, me dijo. Me dio un pequeño beso en la boca, se levantó y se fue. Y yo me quedé aquí, llorando, llorando, llorando…

—Vaya, Carolina, qué historia tan dura.

—Sí, pero la vida sigue adelante. Alicia, la gente cambia; tú no eres la misma de hace tantos años; todo cambia. Es imposible continuar siendo siempre la misma persona, ¿sabes por qué? Porque vivimos. Mira, en mi consulta he visto tanto sufrimiento, tantas parejas que permanecen juntas simplemente por no estar separadas, porque se han acomodado a esa vida… Parejas que no se aguantan, parejas que de cara a la galería son perfectas y en casa duermen y viven en habitaciones separadas, parejas que en la intimidad ni se hablan…

»Y es que, Alicia, ¿dónde pone que tengas que estar toda la vida con la misma pareja? ¿Dónde pone que no puedas querer a otras personas? ¿Quién es más infiel? ¿Quien piensa continuamente en la posibilidad de estar con otro o quien, en un descuido, la convierte en realidad una noche? ¿Es mejor decirlo u ocultarlo para siempre? Cuántas preguntas, ¿verdad? Todo esto no nos lo enseñan en la escuela, ¿a que no? Pero, afortunadamente, ahora todo eso está cambiando.

—¿Ah, sí?

—Sí, estoy en un grupo de educadores en el que nos dedicamos a dar charlas a los chavales por los colegios sobre las relaciones, sobre los sentimientos…, y ¿sabes qué les explicamos? Les explicamos que las relaciones no son necesariamente para siempre, que todo eso que ven en las películas de declararse amor eterno suele pasar sólo en el cine. En la vida real, hay relaciones que duran y otras que no. Porque después de la pasión y el enamoramiento, vienen los ronquidos por la noche, la mala leche de las mañanas, las broncas por cualquier tontería, y lo peor de todo, la pérdida de la ilusión y, con ella, el aburrimiento. Y decir eso hasta ahora parecía un tabú. Pero te aseguro que es mucho más efectivo explicarlo que dejar que una relación vaya agonizando.

Y así, hablando de vidas ajenas, fueron pasando los minutos y las horas.

—¡Vaya! Mi hija, tengo que ir a recogerla.

—Es verdad. ¡Cómo ha pasado el tiempo!

—Gracias por todo, Carolina, muchas gracias.

—No es nada, aquí me tienes. Sé que no te he ayudado a decidir nada, pero eso te toca hacerlo a ti.

—Sí —le contesté con una pequeña sonrisa.

Aquel día, como en la charla con mi tía, descubrí que en el reverso de las personas se esconden miles de historias que en raras ocasiones salen a la luz. Miles de historias en las que podría incluir también la mía.

* * *