El miércoles amaneció justo después de que yo llegara a casa. Entré en silencio, me cambié en la penumbra y me sumergí en la cama junto a mi hija y la culpa. Culpable por no haber pasado la noche con ella, culpable por no haberla pasado con su padre, culpable por estar viviendo una vida a escondidas. Me di cuenta de que, día a día, me iba convirtiendo en cómplice de mi propia conciencia.

En apenas una hora sonó el despertador.

Me duché, me vestí, vestí a la niña, desayunamos, la llevé a la guardería y me dirigí al instituto.

Fue una mañana horrible, sobre todo porque, cada cierto tiempo, venían a visitarme los remordimientos.

Aproveché el recreo para ir al baño de los profesores y sacar todo ese dolor que parecía tener raíces en cada parte de mi cuerpo. Me miré al espejo y no me reconocí. Allí, frente a mí, había otra mujer, una mujer distinta a esa persona que un día llegó a Toledo, una mujer rehén de sus propios remordimientos. ¿Tenía yo la culpa de que sus miradas me hicieran cosquillas en el corazón? ¿Tenía yo la culpa de sentirme tan viva cuando estaba a su lado? ¿Cómo se esconde eso? ¿Cómo se entierran las emociones?

Me rendí.

Me apoyé en el lavabo y miré cómo a esa chica del espejo le comenzaban a caer las lágrimas por las mejillas, vi cómo se le desdibujaba la cara a través de los pensamientos… y empecé a llorar con fuerza, con tanta intensidad que, de vez en cuando, se me olvidaba respirar.

En ese momento se abrió la puerta y entró Carolina.

—Alicia, te estaba buscando… —Se quedó callada, observando a una mujer a punto de perder el equilibrio, no el físico, sino el de las emociones.

—¡Alicia! ¿Qué ocurre?

—Carolina… —le susurré—, que se me deshace la vida.

Y la abracé con fuerza, con tanta fuerza que le clavé las uñas en la espalda. Y allí, en sus brazos, continué llorando, sin hablar, dejando que el dolor se fuera diluyendo en el llanto. Lloré hasta agotar las lágrimas; prefería derrumbarme allí que hacerlo en clase, delante de todos los alumnos.

—Alicia, hoy te vienes a comer a mi casa y hablamos, ¿vale?

—Y la niña…

—La niña, llamas a la guardería y les dices que la recogerás más tarde, ¿vale?

—Pero no quiero molestarte…

—¡Alicia!

—Vale, vale…

—Yo hoy salgo una hora antes, pero te dejo en la sala mi dirección. Mi piso está aquí al lado, así que en cuanto salgas de clase te vienes para allá, ¿te parece?

—Vale.

—Si lo que te pasa es lo que me imagino, tal vez te pueda ayudar contándote mi experiencia.

—Vale.

Sonó el timbre y, tras lavarme la cara con agua fría e intentar simular sonrisas frente al espejo, salí de allí para continuar las clases. Los alumnos notaron que mis ojos no eran los mismos. Se dieron cuenta de que había estado llorado y me preguntaron.

—No os preocupéis, no es nada —les dije.

Y no insistieron.

Ese día se portaron bien, muy bien.

Sonó de nuevo el timbre y todas aquellas vidas se levantaron a la vez, recogieron sus cosas y salieron huyendo. Y yo, tras ellos.

Comencé a caminar en dirección a casa de Carolina pensando de nuevo en aquella niña, no en Marta, sino en la que había visto hace un rato en el espejo del baño.

Doblé una esquina y en un suspiro me encontré apoyada en la pared interior de un garaje, con una mano tapándome los ojos y una boca ocultándome los labios. Me dejé hacer porque a veces no es necesaria la vista para descubrir con quién compartes tacto.

Me besó con fuerza, me abrazó con daño, con el impulso comprimido en nuestros cuerpos, como si todo el cariño del mundo se concentrara en unas mismas manos.

Nos despedimos con la misma inmediatez con la que nos encontramos. Me dio un beso en la frente y salió corriendo hacia el coche patrulla.

Apenas hubo palabras, las justas para decirme que hasta el sábado no nos podríamos ver.

Nada más.

Fue tan rápido que ni siquiera se dio cuenta del color de mis ojos.

Sonó el móvil.

Un mensaje de mi marido.

«Te echo de menos, amor».

* * *