—Bueno, pues resulta que lo nuestro —continué— son oposiciones concurso, es decir, que aparte del examen, necesitas puntos para poder competir con el resto. Y la mejor forma de conseguir esos puntos es haciendo cursos de formación, y cuanto más largos, mejor. Cursos que, en muchas ocasiones, ofrecen los sindicatos a través de fundaciones u otros medios.

—Sí, te sigo.

—Pues bien, un sindicato organizaba un curso de unas trescientas horas que nos daba muchos puntos, pero que suponía estar yendo a clase cinco mañanas a la semana durante varios meses, con el tiempo que eso nos quitaba para estudiar.

—Y…

—Total, que llegamos allí y, después de explicarnos un poco el temario, nos comentaron que, en realidad, no era necesario que fuéramos al curso, que podíamos firmar todas las hojas de control aquel mismo día.

—Ufff, qué bueno. Y así, lo que iba a durar meses, duraba unas horas.

—Exacto —contesté.

—¿Y nadie dijo nada? —me preguntó.

—No —admití con vergüenza—, y yo tampoco. Nos venía genial, conseguíamos todos los puntos y además teníamos tiempo para estudiar.

—Y ellos —continuó Marcos— conseguían el dinero de la subvención sin haber contratado ni siquiera a un profesor, ¿verdad?

—Verdad.

—¿Ves?, y ahora viene la pregunta, ¿quién es más corrupto? ¿Ellos o vosotros? ¿Ellos o tú?

—Todos.

—La verdad es que lo de los cursos formativos es un tema tan podrido… Es un modo de subvencionar a los sindicatos de forma encubierta, da igual el partido o el gobierno. Es una manera de sacar dinero. Muchos cursos no se dan, y si se dan, la mayoría de las firmas son falsas. Así dicen que las «acciones formativas» —rio— se han completado para que al año siguiente les den más dinero. En realidad, si lo piensas, es una forma oculta de subvencionar a los sindicatos, pues de cara a la galería queda mejor decir que se han dado tantos millones para cursos que para subvencionarlos.

—Vaya, no lo había visto así.

—Pues sí, vivimos en un país donde si un vecino defrauda a Hacienda, en lugar de denunciarle le aplaudimos. Donde el que exige la factura es el tonto de turno. Un país donde si puedo tener a alguien sin contrato, eso que me ahorro. Pero eso sí, poniendo verde al gobierno soy el primero, aunque el día de las votaciones me lo haya pasado en la playa. Un país donde uno se queja a gritos, pero a la hora de hacerlo por escrito parece que le den alergia los formularios…

En ese preciso momento apareció el camarero con un plato gigante en cuyo interior había una pequeña ensalada rodeada de una salsa oscura que se expandía por todo el plato, como si aquello fuera un lienzo en blanco.

—Así —afirmó Marcos— no parece tan ridículo, ¿verdad? —Y ambos sonreímos—. En realidad, la situación de este país se puede resumir viendo este plato: todo es una mentira, eso sí, muy bien decorada, pero cuando te pones de verdad a comer, te das cuenta de que falta comida. Esto podría ser una, a ver… —cogió un menú de la mesa contigua—, una ensalada verde con ventresca al toque italiano o, en el mundo real, una mierda de ensalada con dos trozos de lechuga y un poco de atún.

Me puse seria, aguanté el aire en la boca… y comencé a reír como hacía tiempo no me reía, comencé a reír en voz alta, con las lágrimas cayéndome por la mejillas. Y ambos estuvimos riendo un buen rato. La gente no dejaba de mirarnos.

No era capaz de apartar mis ojos de aquella sonrisa. Me di cuenta de que, en ese momento, allí, era feliz. Me encantaba estar con aquel hombre, no sólo por sus ojos verdes o su físico, me encantaba por la fuerza que imprimía en cada palabra, por la pasión que acompañaba cada una de sus conversaciones. Dijera lo que dijera, me tenía embobada.

—Mira allí, por ejemplo. ¿Ves aquel joven con pinta de no haber trabajado en su vida y poder estar cenando aquí con la que debe ser su enésima novia?

—Sí.

—Es un bohemio de la ciudad, un bohemio con la tarjeta de papá. Eso, a fin de cuentas, es lo de menos; cada uno hace con su dinero y sus hijos lo que quiere. El problema es que, agárrate, el nene quería un local para reunirse con sus amigos y estar allí armando jaleo todos los fines de semana. Pues bien, su papá, empresario renombrado de la ciudad, le aconsejó que creara una asociación, de lo que fuera, y que pidiera un local, que ya le llegarían las subvenciones. Y le llegaron: tienen un local y es la asociación a la que más dinero le entra cada mes.

—¿En serio?

—Y tan en serio. Pero aún hay más, resulta que encima de ese local hay un piso en el que vive una mujer ya mayor, una persona incapaz de dormir los fines de semana.

—Uff.

—La mujer lo ha denunciado miles de veces, pero, por una cosa u otra, siempre que van a hacer una medición, los decibelios son los mismos que el ruido que se hace al freír un huevo, o mejor aún, en ese justo momento están en silencio.

—¿Les avisan?

—Claro.

Comenzó a sonar mi móvil. Era mi marido.

—Perdona un momento, ahora vengo.

Salí a la calle sin cogerlo, me temblaban las manos, el cuerpo y los labios. No quise contestar porque supuse que me iban a temblar hasta las palabras.

Suspiré, busqué un lugar donde no se oyera casi ningún sonido y comencé a marcar el número… Normalmente eran conversaciones cortas, pero ahora mismo tenía miedo de que sonara un coche, el ruido de una moto, ¿cómo justificar que estaba en ese momento en la calle? Ante la indecisión decidí apagarlo. Ya le daría mañana una excusa, por ejemplo, que me había quedado dormida con la niña y se me había acabado la batería, cualquier cosa.

Intenté tranquilizarme paseando unos minutos.

Respiré hondo y volví a entrar.

* * *