—¿Qué? —pregunté, muerta de curiosidad.

—Los ojos de aquella dama no tenían brillo. Aun así, al día siguiente, el noble se despertó entusiasmado con la idea de volver a verla. Y nada más levantarse fue a visitarla al palacio.

»Llamó y le abrió un anciano, pero al preguntar por ella, obtuvo una respuesta que no esperaba. Aquel anciano, tras dejarle pasar, le explicó que allí no vivía ninguna dama, que era probable que le hubieran gastado alguna broma, pues la única dama que había vivido alguna vez era su hija, que, lamentablemente, había muerto hacía unas semanas.

»Así que el noble, pensando que aquella chica le había tomado el pelo, pidió disculpas y se dispuso a irse. Pero en el mismo instante en que se giró, vio un gran retrato sobre el marco de la puerta. Un retrato que representaba a una chica exactamente igual a la que él había visto.

»—¡Esa es! —gritó—. Esa es la dama que conocí anoche y a la que dejé mi capa.

»—Amigo —le contestó de nuevo el anciano—, creo que la broma ya se está volviendo pesada. Esa es mi hija, la que faltó hace ya un mes, ¿acaso no veis que voy de luto?

»El noble salió de allí avergonzado, triste y, sobre todo, confundido.

»Se cuenta que las siguientes dos o tres noches las pasó en cama con terribles fiebres y dolores. Dolores cuya causa nadie pudo averiguar. Se sentía como si alguien le hubiese quitado toda la energía.

»Tras unos cuantos días, cuando se repuso y reanudó su vida normal, un hombre se presentó en su casa con la misma capa roja que le había dejado a la dama aquella noche, pues había reconocido al dueño por el escudo que llevaba bordado.

»—¿Dónde encontraste esto? —preguntó nervioso el noble.

»—En el camposanto, sobre una tumba.

»—Vamos —le dijo—, llévame allí.

»Cuando llegaron, el noble descubrió que aquella era la tumba de la condesita de Orsino.

Silencio.

Suspiré.

Aquella historia había tenido lugar allí mismo, justo en la misma calle en la que ahora estábamos. Noté que algo me rozaba el pelo, quizás el viento, quizás imaginaciones mías, quizás el cuerpo de una dama… Me agarré a su brazo.

—Bueno, y ahora que te he hablado de estos fantasmas, vamos a conocer a los de verdad, a los de carne y hueso. Hoy te voy a llevar a un restaurante que a estas horas se suele llenar de ellos.

Caminamos de regreso, o de ida, ¿quién sabe?, pues aquella ciudad me parecía un laberinto en continuo movimiento. Y así, como una pareja que seguía sin serlo, entramos en un restaurante en el que, según él, encontraríamos a todos esos delincuentes que no pisarán nunca la cárcel.

—¡Qué sitio más bonito! —le susurré.

Nos acompañaron a una preciosa mesa decorada con flores de esas que no huelen y con dos velas de esas que nunca se encienden.

Miré la carta y mi expresión lo dijo todo.

—No te preocupes, hoy pago yo. He elegido el sitio, así que invito. Mañana lo recupero con creces. —Sonrió de nuevo con esa mirada que me dejaba indefensa—. De todas formas, no te sorprendas, si yo tuviera un restaurante y quisiera traer aquí a todos estos, también pondría los mismos precios. ¿No sabes que no hay persona más fácil de timar que a un rico? Mira —me dijo. Y señaló el precio de una ensalada: treinta y cinco euros—. ¿Ves? Una ensalada en un mundo normal no puede valer esto, por más lechuga que lleve, y más aún cuando el problema es que apenas lleva.

Reímos.

—Bueno, qué, ¿ya te has decidido por algo?

—No, prefiero que elijas tú, me da hasta cargo de conciencia saber que estás gastando esta cantidad de dinero sólo en comida.

—Vale, perfecto, no te preocupes. Ya elijo yo.

Y finalmente pidió, entre otras cosas, aquella ensalada. Nos trajeron la bebida y brindamos.

—Por Toledo —dijo.

—Por Toledo.

—Verás, en esta ciudad, como en cualquier otra, hay mucha gente que tiene cosas que esconder… Yo entre ellos. Un día te dije que vivía de secretos. Pues mira, ahora mismo estás rodeada de ellos. Tú no los conoces, pero son casi todos políticos y empresarios, personas de esas a las que gente de la calle incluso llama de usted. Es algo que nunca he podido entender. Alicia —y me miró a los ojos—, a un político jamás hay que llamarle de usted, pues en el mejor de los casos es un trabajador a tus órdenes, y en el peor, un delincuente. Si lo piensas bien, deberían ser ellos los que se dirigieran a nosotros en esos términos, pues somos quienes les pagamos el sueldo.

—Y tú, como policía —le pregunté—, ¿no deberías denunciar a todos esos «delincuentes»?

—Sí, debería, pero las cosas no funcionan así en el mundo real. En un mundo normal, un policía no debería revender la droga incautada; un político debería estar al servicio de los ciudadanos y no al servicio de su bolsillo; los fármacos deberían curar y no paliar; los sindicatos deberían ayudar al trabajador y no a las empresas… pero, desgraciadamente, no vivimos en ese mundo.

Se acercó el camarero para servirnos la bebida.

—Verás… aunque te parezca extraño, cuando entré en la policía, hace ya muchos años, lo hice por vocación. De verdad, detrás de esta fachada, hay una persona a la que le gusta ayudar a la gente.

—¿Y qué paso?

—Bueno, lo que suele pasar siempre. Yo quería comerme el mundo, pero acabé castigado. Comencé a denunciar esas pequeñas cosas que nadie denuncia: denunciaba a los políticos o a gente importante que dejaban sus coches mal aparcados, políticos o altos funcionarios a los que pillábamos en controles de alcoholemia totalmente borrachos o de coca hasta arriba… en fin, lo que se suele dejar pasar para que no te busquen problemas. Y claro, todo eso hizo que comenzase a incomodar. La gota que colmó el vaso fue cuando empecé a investigar ese caso de pederastia que implicaba a varios altos cargos. Me obligaron a irme.

—Vaya… ¿Y adónde fuiste?

—Bueno, he estado varios años rodando por muchos ayuntamientos, y te aseguro que la mayoría, a un nivel u otro, están corruptos, da igual el partido que gobierne. Y es que no tenemos una crisis económica, eso sólo es la consecuencia de una clase política corrupta hasta donde no puedes ni imaginarte. Todo está podrido, y no sólo a nivel político, sino en la sociedad.

Y nos quedamos en silencio.

—Te has quedado callada.

—Sí, no sé, estaba pensando en eso que has dicho.

—¿En qué? ¿En lo de que, al final, todos somos corruptos a un nivel?

—Sí, y me estaba acordando de una cosa que me ocurrió en mi ciudad, poco antes de venir aquí, hace apenas unos meses.

—Dime.

—¿Me guardarás el secreto?

—Depende de lo que valga —me contestó sonriendo.

* * *