Martes.
Llegué pasadas las nueve y él ya estaba allí, sentado a los pies de una estatua que confirmaba que uno puede ser guerrero y poeta a la vez. Me acerqué nerviosa, sin saber muy bien cómo iniciar la conversación: si dándole dos besos o dejando que fuera él quien me diera sólo uno, pero en el centro.
—¡Hola! —le dije.
—¡Hola! —Y me cogió la mano, no hubo besos—. Hoy te voy a llevar a una de mis zonas preferidas de la ciudad: los cobertizos.
—¿Cobertizos?
—Sí, vamos.
Y así, unidos por la mano y, al menos en mi caso, separados por la conciencia, recorrimos de nuevo aquellos muros que parecía que nos observaban.
A veces me sentía como una veleta que seguía la dirección de un viento disfrazado de ilusión. No me importaba el rumbo, ni el destino, ni el sentido. Era feliz paseando por aquella ciudad sin aditivos, sin colorantes. Me encantaba perderme en ella y rozar mis manos en sus muros, mis ojos en sus luces y mis labios en cualquiera de sus secretos.
Y así, como en una cabalgata en la que yo era la protagonista, llegamos a una calle con dos edificios enfrentados que se unían por su parte más alta, formando un pequeño túnel bajo que nos disponíamos a cruzar.
—Bueno, pues ya hemos llegado. Los cobertizos son unas construcciones muy típicas en Toledo. Son el resultado de unir dos edificios por arriba. Llegaron a ser muy populares porque era una forma de ganar espacio de vivienda y por la que no había que pagar impuestos. El problema es que llegó a haber tantos que la ciudad fue perdiendo luz y, claro, aprovechando la oscuridad que dejaban, se convirtieron en lugares poco higiénicos, donde se almacenaba basura y se producían delitos. Así que finalmente se prohibió construir más. Más adelante, tras algún que otro percance sufrido por jinetes al pasar por debajo, se dijo que todos los cobertizos que no tuvieran la altura mínima de un hombre a caballo con una lanza en ristre serían derruidos.
—Vaya, entonces se destruirían muchos, ¿no?
—Sí, bastantes, pero también apareció la picaresca española y, en algunos casos, como en este que ves aquí, lo que se hizo fue, en lugar de subir el cobertizo para que cumpliera con la altura recomendada, cavar el suelo para bajar la calle, ¿qué te parece?
Ambos comenzamos a reír.
—Mira, si te fijas, a esta altura iba la calle antiguamente; aún están las marcas.
—Qué bueno…
Continuamos avanzando entre besos y miradas.
En apenas unos metros llegamos al final de una calle que dejaba a su izquierda un precioso y largo túnel. Un túnel en cuyo final iba a encontrarme una sorpresa; bueno, una sorpresa y algo más.
—Este —me dijo— es probablemente el cobertizo más bonito de Toledo, y seguramente del mundo. De hecho, esta zona ha sido fuente de inspiración de grandes artistas, el mismísimo Bécquer paseaba por aquí en su búsqueda de inspiración. Vamos a callar durante unos instantes y a escuchar el silencio…
Dejamos de hablar.
No se oía absolutamente nada, era como si ese silencio del que me hablaba Marcos lo ocupara todo. Cerré los ojos y sentí placer, un placer distinto: el placer del ahora. En ese instante supe que jamás iba a poder olvidar aquella ciudad, que todo lo que ocurriera allí iba a formar parte de mi otra vida… Me olvidé de mi marido, de mi hija, de la realidad, del mundo…
Y así, olvidándolo todo y cogidos de la mano, fuimos avanzando a través de aquel túnel que parecía ser el escenario de cualquier historia de amor; en unos minutos, de la mía.
No sospeché que al llegar al final me iba a encontrar con un lugar que ya conocía: una plaza en la que hacía unos días había descubierto una inscripción extraña.
—Marcos —le dije mientras me separaba de él—. ¿Puedes venir un momento? Quiero enseñarte una cosa. —Y corriendo me acerqué a ver si aquella marca realmente existía o sólo había sido fruto de un sueño.
—Dime —me contestó mientras se acercaba.
—Mira, mira aquí, hay una inscripción extraña.
—Sí, sí, ya sé, un reloj de arena un poco curioso, ¿verdad? —me dijo. Noté cómo la alegría que traía hasta ese momento se le desdibujó del rostro.
—Sí —le contesté sorprendida—. ¿Cómo lo sabes?
—Bueno, he visto esa inscripción alguna que otra vez, al pasar por aquí, pero no puedo decirte mucho.
—Vaya, parece que nadie sabe nada sobre esto.
—¿Nadie? —me contestó interesado.
—Sí, aquel viernes, cuando me encontré a la niña cerca de aquí, ¿recuerdas?
—Sí.
—Aquel viernes fue la primera vez que vi esta marca y le pregunté sobre ella al guía.
—¿Y qué te contestó? —me preguntó, esta vez un poco más nervioso.
—Nada, casi nada, me dijo que seguramente sería obra de cualquier enamorado.
—Bueno, pues quizás sólo sea eso —me contestó más tranquilo.
—No sé, algo no me cuadra.
—Dime…
Y me cogió la mano con suavidad, me abrazó y, lentamente, nos sentamos allí, en el suelo; él apoyado sobre la pared y yo apoyada sobre su pecho… mirando hacia la ciudad.
* * *