Sonó el timbre del recreo y salí de aquella clase con la sensación de haber sido derrotada. Me asomé al patio en busca de Carolina para comentarle lo ocurrido. Y mientras intentaba encontrarla entre todas aquellas pequeñas vidas, me fijé en una niña con ojos azules y rostro asustado: sin duda era ella.

Había pasado más de una semana y apenas había pensado en aquel dolor que encontré un viernes por la tarde; y ahora ahí estaba, en un rincón junto a unas amigas.

Me apoyé sobre la pared y me dediqué a observarla; ella, desde su posición no podía verme.

Estuvieron riendo, hablando, enseñándose a saber qué cosas en los móviles… pero a los pocos minutos, tres chicas se le acercaron e, inmediatamente, sus amigas se apartaron.

No pude ver sus palabras pero sí que oí sus gestos: mientras ellas crecían, la niña menguaba. Silencio fue todo lo que vi salir de su boca. Todo acabó con un empujón y unas risas de las mismas tres niñas que, con el trofeo de la humillación, se alejaban.

—¡Hola, Alicia! —me sorprendió una voz.

—¡Carolina, qué susto me has dado!

—¿Qué haces aquí tan sola?

—Vigilando a aquella niña de allí, ¿sabes algo de ella?

—¿Quién, la rubia con pinta de Barbie?

—Sí, esa.

—Bueno, lo normal: ha entrado este año en primero, se llama Marta, es muy guapa y bastante inteligente, vamos, que lo tiene todo.

—Quizás tiene demasiado —le dije.

—¿Demasiado?

—Sí, creo que la están acosando.

—¿Qué? —Y entonces le conté la forma en que conocí a aquella niña en un callejón de la ciudad.

—Vaya, no sabía nada, no te preocupes, miraré a ver qué puedo hacer. Estos casos hay que tratarlos con mucho cuidado. Hay que evitar a toda costa que se vuelva a repetir lo que pasó aquí hace un tiempo.

—¿Aquí?

—Bueno, aquí no, pero sí cerca, en otro colegio.

—¿Qué ocurrió?

—Murió una niña, ¿sabes?

—¡¿Qué?!

—Lo que oyes, además la mató otra niña, que es lo más, lo más… no sé cómo decirlo.

—¿En serio?

—Y tan en serio. No recuerdo los detalles, pero…

Sonó el timbre y la vida de una fábrica en miniatura continuó.

—Bueno, ya seguiremos hablando.

—Vale, pero infórmame de lo que sea.

—Sí, sí, claro, no te preocupes, que me encargo del tema.

—Gracias.

—A ti.

Ya no pude quitarme en toda la mañana la cara de aquella niña que, por fin, ya tenía un nombre: Marta.

Sonó de nuevo el timbre, esta vez el definitivo.

Salí de clase, me despedí rápidamente de Carolina y, cuando apenas había dado unos pasos, se me acercó un chico de unos doce años.

—¿Eres Alicia?

—Sí —le contesté extrañada.

—Pues esto es para ti. —Y desapareció con la misma inmediatez con la que había llegado.

Abrí el papel y sonreí.

Fui a recoger a la niña de la guardería y comimos con mi tía, que hacía apenas una hora que había vuelto de trabajar. Su marido ese día no llegaba hasta las siete.

Pasé la tarde junto a mi hija en uno de esos lugares que sustituyen a calles y descampados de infancia. Entramos, la descalcé y la abandoné en un desierto de colores.

Mientras ella jugaba allí dentro, saqué el papel que me había hecho llegar aquel pequeño mensajero: «Mañana por la tarde te sigo enseñando Toledo. A las nueve en el beso. ¿Vale?».

¿Vale? O no. Dudé, quizás era el momento de parar, había sido un descuido, una aventura, ya está. Tenía todo lo seguro por perder y sólo incertidumbre por ganar… e ilusión.

Me quedé mirando cómo mi hija se perdía entre todas aquellas bolas, luchando contra escaleras imposibles, bajando por toboganes de plástico… Me miraba y sonreía: era feliz. Me di cuenta de que, a esa edad, ella era incapaz de sentirse culpable por lo que hizo ayer, incapaz de preocuparse por lo que iba a hacer mañana, sólo existía el presente. La inocencia de los niños.

¿Y yo?

Había tantas razones para no ir…

Había tantas razones para ir…

* * *