A la misma hora en que Alicia parece haberse metido en una madriguera, Laura hace ya una eternidad que se ha levantado. Lo ha hecho antes que su marido para poder prepararle un bocadillo envuelto en papel y una cerveza de esas sin marca que ahora compran en el supermercado. Antes solía almorzar en el bar, pero las situaciones han cambiado, sobre todo las económicas, pues las sentimentales hace años que continúan estancadas.
Su marido se ha despertado, ha cogido el bocadillo y, con un «hasta luego» en minúsculas, se ha ido a trabajar. Y mientras él baja, ella se queda con un café en la mano mirando por la ventana, no para ver cómo se aleja, sino porque sabe que, como cada mañana, en unos diez minutos, esa puerta se abrirá.
Y se abre.
Y le saluda.
Y la saluda.
Y ella se queda allí, soplando sobre un café que arde, contemplando cómo se marcha calle abajo con esos andares que conoce de memoria.
Ahora barrerá y fregará la cocina, y de paso toda la casa; hará la cama, pondrá una lavadora y se dedicará a planchar ropa mientras ve una serie en la tele. Hoy no entra a trabajar hasta las diez, apenas son tres horas limpiando en unas oficinas, pero necesitan el dinero.
La primera prenda que sale del canasto es una camisa de esas que algún día fue blanca pero que ya ha perdido la inocencia. Mientras la plancha, observa un cerco alrededor de la parte de la axila, un cerco amarillo de sudor que ni el mejor detergente es ya capaz de quitar. Será el momento de tirarla…
Y mientras mira esa marca que se parece al dibujo de espuma que dejan las olas al desaparecer en la playa, imagina cómo sería su vida, cómo podría cambiar todo si llamara a esa puerta… Pero ¿y si no cambiara nada? ¿Y si simplemente tuviera otra persona al lado a la que plancharle las mismas marcas de sudor pero en camisas distintas…?
En ese momento observa cómo en la televisión dos hombres se pelean —literalmente— por la misma mujer. No es su caso.
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