Comencé el lunes sabiendo de él. Me lo encontré en la puerta, como un centinela en el exterior del instituto. Nos miramos pero no hablamos, al menos no con palabras: mi corazón parpadeaba al ritmo del latido de sus ojos.

Suspiré y entré en el instituto.

Aquel lunes fue un día complicado en clase, de esos en los que, sin quererlo, te metes en jardines de los que no sabes salir.

Por hacer más amena la clase, me desvié de la materia, y eso se paga. Aquella mañana, en mitad de números, operaciones y ecuaciones, al ver que no había forma de que se concentraran, interrumpí la clase y opté por conversar un poco con ellos. Sobre su futuro y sus aspiraciones.

Supe lo que ya sabía: que la mayoría de mis alumnos no querían estar allí, aquello era como un purgatorio en el que dejaban pasar los días para poder trabajar y ganar dinero, que era lo que realmente les interesaba.

Dejé la tiza, me senté en una esquina de la mesa y les pregunté qué era lo que realmente querían hacer en la vida, cuáles eran sus objetivos, sus esperanzas, qué pensaban de su futuro. En general, todos me contestaron lo mismo, algo que yo ya esperaba. Para muchos su futuro consistía en salir en algún concurso de la tele y hacerse famosos.

Intenté hacerles ver que aquello no era tan bonito como parecía.

—Pero ¿quién de vosotros se acuerda de algún ganador de las últimas ediciones de OT? —pregunté, a modo de prueba—. O de los últimos Gran Hermano.

Nadie levantó la mano, nadie se acordaba, había sido una fama tan efímera como el aroma que deja una flor al arrancarla.

—Como veis, eso de ser famoso a veces tiene muy poca trayectoria —los intentaba convencer.

—Sí —me contestó Alejandro—, pero durante un tiempo te forras y después, a vivir. —Y todos comenzaron a reír.

—Bueno, pues ponedme ejemplos, ejemplos de fama que haya servido para algo. —Y, claro, en ese momento las manos se levantaron al unísono y comenzaron a decirme presentadores de televisión, futbolistas, periodistas del corazón, concursantes, cantantes…

Levantó la mano Erika, una de las chicas más inteligentes de la clase.

Pedí silencio a la espera de que ella dijera algo que inclinara la balanza hacia mi lado, pero no fue así, fue mucho peor.

—A ver, callad. Di, Erika.

—Y no sólo eso, Alicia, sin estudios también se puede hacer uno político y ganar mucho dinero. —Me quedé sin palabras.

—Eso, político, político —reían algunos.

—Erika, ¿qué quieres decir?

—Bueno, ayer, mientras desayunábamos, mi padre leyó una noticia en el periódico que decía que muchos asesores del presidente del gobierno no tienen ni el graduado escolar. ¡Ni el graduado escolar! —Todos soltaron una exclamación de asombro—. Y seguro que están ganando una pasta. Además, la mayoría de los políticos son unos burros, por ejemplo, el alcalde del pueblo de mi madre apenas sabe leer y gana más de tres mil euros al mes. —Todos comenzaron a hacer aspavientos con las manos.

—¡Alicia! —interrumpió Carlos—. Lo que no entiendo es en qué puede asesorar al presidente alguien que no tiene ni el graduado, que quizás no sepa ni leer ni escribir.

Todos rieron, y yo callé.

Podría haberles dicho la verdad, podría haberles dicho que, independientemente del partido político, en nuestro país el título de asesor no es más que una excusa para poder colocar a esos familiares y simpatizantes que no tienen dónde caerse muertos; personas que no han necesitado esforzarse para obtener un puesto con mejor sueldo que cualquier científico que lleva años preparándose; parásitos de la democracia al fin y al cabo. Mis alumnos tenían razón, qué tipo de asesoramiento podía dar una persona sobre economía, política exterior, sanidad… cuando ni siquiera tenía el mínimo de educación obligatoria exigido. Pero no tuve el valor de contarles la realidad.

—Y míranos a nosotros aquí —continuó Erika—, estudiando, esforzándonos, con lo fácil que es lo que ha hecho mi primo. Dejó de estudiar y se apuntó a las juventudes de un partido, y a base de lamer culos, como dice él, ya está en las listas para concejales. Igual en las siguientes elecciones sale. Y mientras tanto, pues le han conseguido un puesto en la Diputación.

Y acabó de hablar.

Y se hizo un silencio en la clase a la espera de mi respuesta.

Y se hizo un silencio en mi boca porque me había quedado sin palabras.

Cómo podía animarlos a estudiar, a esforzarse, a invertir tiempo de su vida en formarse, cuando la gente más preparada del país, médicos, ingenieros, científicos de todo tipo… tienen que emigrar para poder conseguir un empleo; y en cambio, los más vagos, los más inútiles, los que nunca han pegado un palo al agua, son los que acaban dirigiendo pueblos, ciudades e incluso el país… y además cobrando un abultado sueldo. ¿Cómo se puede explicar eso a un grupo de alumnos sin desmotivarlos de por vida?

A muchas calles de allí, en otro instituto de la misma ciudad, un veterano profesor que llega cada mañana con una sonrisa —sobre todo cuando alguien le saluda desde la ventana— está intentando explicar las funciones del Congreso y —aún más difícil— del Senado, cuando una pregunta le pilla por sorpresa.

—Julio —le dice un alumno—, hay una cosa que no entiendo.

—Dime, Rafa.

—Has explicado que, normalmente, por no decir siempre, todos los componentes de un mismo partido votan lo mismo en el Congreso, ¿no?

—Sí, así es. A no ser que se hayan quedado durmiendo en casa, trabajando en sus empleos paralelos o estén despistados mirando la prensa en sus iPads, así es.

—Pues no entiendo para qué hacen falta trescientos cincuenta diputados.

—Explícate.

—Bueno, pues es muy simple, bastaría con que cada partido representado tuviera un sólo diputado y su voto valiera el porcentaje de escaños que ha sacado, ¿no?

—Pues sí, totalmente correcto.

—Además nos ahorraríamos políticos y ese dinero se podría destinar a mejorar hospitales, colegios, parques…

—Bueno, no sería tan fácil, pero es una idea…

* * *