A las nueve y diez suena el timbre en una casa.

A las nueve y once vuelve a sonar el mismo timbre en la misma casa.

—¡Ya voy yo, ya voy yo, no te muevas, no! —grita una mujer a su marido mientras sale de la cocina.

—Bueno, por fin han llegado, menudas horas para cenar —se oye desde el sofá.

—Tampoco te quejes tanto, que no es tan tarde —le recrimina ella mientras se limpia las manos en el delantal.

—Es que yo no entiendo qué hacen aquí, bueno sí, molestar, sólo eso —continúa hablando su marido desde el sofá.

—¡Oye, ya vale! —le grita—, que son mi familia.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Nosotras, tía.

—¿Tu familia? Será ahora que te han necesitado, porque, que yo sepa, en todos estos años no han venido ni una sola vez a verte, ¡menuda familia! —grita sin saber que a su mujer no le ha dado tiempo a colgar el interfono.

—¡Calla, que te van a oír! Que ya suben. —Y vuelve a la cocina.

—Ni calla ni nada, unas aprovechadas, eso es lo que son.

Subí con mi hija en brazos y una maleta que parecía pesar más cada día.

—¡Hola, ya estamos aquí! —grité intencionadamente mientras abría la puerta.

—¡Hola! —gritó también mi hija.

—Hola, muchachas —me saludó la voz de mi tía desde la cocina—. Pasad, pasad, que la cena ya está casi lista.

—¡Hola, Pablo! —le saludé, y él me hizo un amago con la mano—. Tía, perdona, pero hemos tenido que parar, la nena ya no aguantaba más, ¿en qué te ayudo?

—Nada, nada, pon la mesa, que Pablo está impaciente ya —dijo con resentimiento.

Y mientras yo ponía la mesa y mi tía cocinaba, una niña de tres años y un hombre de casi sesenta hacían lo mismo: absolutamente nada. Mi hija jugaba con una muñeca y la muñeca de mi tío continuaba jugando con el mando del televisor. Permanecía allí tumbado, a la espera de que todo aquel alrededor se organizara a su servicio.

Un alrededor que, intuí, incluía demasiadas cosas: la comida y la cena puestas siempre en el momento justo; la cama hecha cada mañana para que él pueda deshacerla cada noche; la ropa lavada y planchada para que él pueda ensuciarla, la misma ropa que aparece por arte de magia en su armario, pues él jamás ha ido de compras…

Si alguien evaluara esa relación desde el exterior, llegaría a la conclusión de que, para que estuviera compensada, una de las partes debería ofrecerle a la otra muestras de amor infinito, pero no era el caso.

Mi tío se levantó en ese momento, pero no para ofrecer su ayuda, sino para girar el televisor y orientarlo hacia su lugar en la mesa. Se sentó de nuevo y parecía echar en falta algo.

—¿Y el vino? —gritó.

—Donde siempre —se oyó desde la cocina.

—Donde siempre, donde siempre… —murmuraba sin levantar su cuerpo de la silla ni su mirada de la televisión.

Tras sacar los platos, fue mi tía la que se dirigió hacia un pequeño armario donde estaban guardadas las botellas de vino. Abrió una y se la colocó en la mesa, a la distancia justa para que no tuviera que alargar demasiado el brazo.

Pablo se llenó el vaso y comenzó a comer, sin esperar a nadie, porque en ese universo que es su casa tenía asumido que él era el sol.

Una mirada triste y de resignación sobrevolaba la mesa, y mi tía se levantó justo un segundo antes de que le cayera una lágrima… Se fue hacia la cocina y tardó unos minutos en regresar. Pensé que quizás había ido a darle un beso a alguien.

Cuando, tras pasar por el servicio, volvió a sentarse en la mesa, la comida ya estaba fría, pero ella no dijo nada. Fue su marido el que, de nuevo, rompió el silencio otra vez.

—¿Y el café? —casi gritaba un Pablo que ya había acabado y que, sin dejar de mirar la tele, se impacientaba porque no sabía entretenerse en una mesa en la que ya no había comida.

—Lo tienes a tres metros de ti, en la cocina, háztelo tú mismo —le gritó mi tía.

—¡El café! —se oyó de nuevo.

—Increíble, increíble, de verdad… —Hablaba para sí misma una Laura que de nuevo se levantó para acercarse resignada a la cocina.

Silencio.

Salió con una taza de café que dejó frente a su marido. Este lo sopló, pero al ver que estaba demasiado caliente, se levantó y se lo llevó al sofá.

Mi tía y yo comimos en silencio, un silencio en el que no sabía cómo esconder la vergüenza que sentía. Y es que, hasta ahora, todas esas situaciones las vivía en la intimidad de su casa, a salvo de las opiniones de nadie, pero ahora, ahora había allí una desconocida que lo veía todo.

Tras hablar de cosas intrascendentes, recogimos la mesa y, mientras ella insistía en fregar, me llevé a mi hija a la cama.

Pasados unos minutos, tras el cuento, los abrazos y el momento en que cayó dormida, la puerta de la habitación se abrió lentamente y apareció mi tía.

—¿Ya se ha dormido? —me susurró.

—Sí, estaba derrotada. ¿Qué tal estás? —le pregunté en voz baja.

—Lo siento, lo siento mucho —me dijo, llevándose los dedos a sus ojos.

—¿Pero qué tienes que sentir…? No digas tonterías.

—Es así, día tras día, año tras año. Ahora, en unos minutos, cuando se acabe el café, él se irá a nuestra habitación y yo me quedaré en el sofá. Nuestra habitación… qué ironía, nuestra porque yo la limpio y él la utiliza. Cada uno con su televisor, como si nuestra pareja real fuera ese aparato con el que compartimos tanto tiempo. Y es que… es que es un hombre tan inútil… —Me mira, nos miramos, y nos reímos con esa risa disfrazada de tristeza—. Es tan inútil… No sabe cómo funciona ni la lavadora, ni el horno, ni el lavavajillas, nada, nada… no sabe hacerse la cama, ni lavarse la ropa, ni ir a la compra… Si ahora mismo yo no estuviera, ¿qué pasaría?

—Quizás entonces espabilara.

—Sí, si ya sé que la culpa la tengo yo…

—No quería decir eso…

—No te preocupes…

Y nos abrazamos.

Y en esa posición…

—Lo siento, siento no haberte llamado en todos estos años, somos familia y no he sido capaz de venir a verte hasta que te he necesitado…

—¿Lo has oído verdad?

—Sí.

—No pasa nada, ahora estáis aquí. ¡Gracias! Bueno, y tú, ¿qué tal?, ¿has hablado con tu marido, le has contado algo?

—No, tía, he sido incapaz, no he podido.

—Bueno, no pasa nada, no pasa nada…

—Sí, sí que pasa, pasa que no se lo merece, no se merece que le esté engañando…

—Venga, venga, Alicia, no te preocupes, que todo se arreglará.

—No sé cómo.

—Bueno, pues deja de ver al policía ese y todo solucionado, has tenido un desliz, ya está.

—Ya pero…

—Pero…

—Pero ¿y si no puedo dejar de verlo?

—¿No puedes o no quieres?

—No lo sé, tía, no lo sé.

—Ven aquí, mi niña.

Y nos abrazamos de nuevo.

* * *