El fin de semana se fue escapando, y con él todas esas oportunidades de hablar que no busqué. Siempre había una excusa para evitarlo: nuestra hija compartiendo un abrazo con los dos, un beso de esos que no se esperan, la comida en casa de sus padres, la visita a los míos, los momentos no adecuados…
Al final dejé que el fin de semana pasara como pasan siempre los fines de semana. Él no notó nada —al menos eso creí—, porque intenté comportarme como siempre lo había hecho. Y así, entre cotidianidades, llegó el domingo por la tarde.
Preparé la maleta con más ilusión que pereza, sin saber si me marchaba o simplemente huía, y eso seguía significando demasiado.
Ya en la puerta, abrazó a la niña como si no fuera a volver a verla. Nos abrazamos, nos dimos un solo beso y le dije un «te quiero». Y no le mentí, de eso estoy segura. De lo que no estoy tan segura es de si querer y amar es lo mismo.
Aquella noche conduje despacio, disfrutando de un paisaje que poco a poco se iba deshaciendo en la noche.
A unos diez coches de distancia, un chico conduce un todoterreno sabiendo que ha dejado atrás el mejor fin de semana de su vida. Es mucha distancia la que recorre para verla, pero merece la pena cada uno de los minutos que ha pasado junto a ella.
A unos tres kilómetros de distancia, dos camiones han comenzado su particular duelo: uno de ellos ha iniciado el adelantamiento y el otro acelera para no quedarse atrás, y así, durante miles de minutos, dos camiones circularán en paralelo por la autovía, creando una cola de más de veinte coches cuyos conductores comenzarán a poner las luces.
A unos dos kilómetros, en sentido contrario, un coche no es capaz de permanecer en el carril, su conductor no logra mantener los ojos abiertos durante más de un segundo. Quizás en breve los cierre para siempre o quizás pare en el área de servicio que hay a quinientos metros, nunca lo sabremos.
En esa misma área de servicio, un camionero intenta dormir en su cabina sin apartar la mirada del neón que le indica la situación exacta de unas habitaciones sin vistas. Finalmente, se baja del camión, cierra la puerta y se dirige hacia allí. Mientras camina, se da la vuelta y observa la inscripción que hay en la parte frontal: «Carla y Raúl», sus hijos. Suspira, se detiene durante unos instantes bajo la noche, se mira el anillo y —de momento— vuelve al camión.
Y la vida continúa para miles de personas que pasan sus noches en la carretera, lejos de sus casas, lejos de sus rutinas, lejos incluso de sus principios.
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