Aquel sábado despertamos abrazados y, sin saber muy bien cómo, hicimos el amor. Yo no tenía demasiadas ganas y él, en cambio, parecía que llevaba años deseándolo. No puedo decir si disfruté o no, no puedo decir si aquello me gustó o si simplemente dejé que ocurriera.

Lo hicimos bajo el silencio de las sábanas, sin mirarnos, como quien tira las cartas en una partida sin interés por el resultado. Fue aquello un baile sin música en el que él se movía y yo me dejaba hacer. Sé que lo notó, pero no dijo nada.

Acabamos en la misma posición que habíamos empezado, nos separamos y, sin apenas tocarnos, nos quedamos en silencio. No pude evitar las comparaciones, no en los cuerpos, sino en la magia.

Fue ella la que salvó la situación cuando abrió la puerta y subió a la cama.

—¡Buenos días! —gritó.

—¡Buenos días! —le dijimos a la vez.

—¿Adónde quieres ir hoy? —le preguntó su padre.

—¡A los columpios, a los columpios! —gritaba mientras saltaba sobre nuestros cuerpos.

—Perfecto, pues nos vamos en cuanto desayunemos algo, ¿vale?

—¿Tú vienes, mamá?

—Yo iré más tarde, tengo que ir a comprar y a la peluquería, que mira qué pelos llevo. —Les dije, ocultándoles un pequeño detalle: no sólo iba allí para arreglarme el pelo de la cabeza.

Se levantaron y padre e hija fueron hacia la cocina. Yo me quedé allí, sentada en la cama, con los codos apoyados sobre las rodillas, con la cabeza apoyada sobre las manos, pensando si no le estaba poniendo demasiadas zancadillas al amor.

Desayunamos juntos pero sin apenas mirarnos, vestí a la niña y se la llevó. Nos despedimos con un «hasta luego» adornado con un beso de él y un beso de ella.

Me duché, me vestí y salí a la calle de un pequeño pueblo que conocía de memoria. Las mismas casas con las mismas ventanas con las mismas cortinas, las mismas personas diciendo las mismas cosas, la misma sombra de la misma farola sobre la misma puerta de la misma casa… la mía.

Avancé apenas dos calles en las que repartí más de mil saludos. En un lugar tan pequeño una no podía salir a pasear a solas, y menos si llevaba a la tristeza como compañera. Y es que, en un pueblo tan estrecho, todo era público.

Tras demasiados «holas y cómo está el tiempo», llegué a la puerta color melocotón sobre la que había el mismo cartel de siempre: «Peluquería y Estética Sonia».

Entré, y Sonia, que en ese momento estaba acabando de peinar a una mujer mayor, me dijo que esperara unos minutos. Me senté entre miles de revistas, de esas en las que una puede hurgar entre las vidas ajenas.

Sonia era una de mis mejores amigas, bueno, en realidad ella y su marido habían sido amigos nuestros desde la infancia. Era una de esas pocas personas a las que se puede confiar cualquier cosa, porque desde que había regresado al pueblo, mi cabeza parecía una olla a presión por cuya válvula quería escapar un secreto que, de momento, aún conseguía reprimir convirtiéndolo en destellos de vapor.

Se despidió de su clienta, se sacudió la bata y me dio un gran abrazo.

—¡Alicia, qué alegría verte! ¿Cómo va todo por Toledo? —me preguntó, mirándome de arriba abajo.

—Bien, bien.

—¿Bueno, qué te apetece hacerte hoy?

—En el pelo, las puntas…

—¿Y…?

—Y la depilación.

Miró el reloj.

—Bien, no hay problema, creo que hoy ya no tengo a nadie más —contestó mientras consultaba la agenda.

Durante el tiempo en que sus tijeras revolotearon como mariposas alrededor de mi pelo, estuvimos hablando de cosas cotidianas, de varios cotilleos del pueblo y de cómo habían pillado al alcalde con otra.

—¿No lo sabías?

—No, me quedo de piedra —disimulé.

—Pues sí, justo en su despacho… con una de las mejores amigas de su mujer. Se ve que llevaban ya un tiempo juntos…

—Vaya…

—¿Qué tal? —me dijo, dándome un pequeño espejo.

—Perfecto.

—Genial, hale, pues pasa a la sala y seguimos allí.

Entré, me quité los zapatos, los pantalones y me tumbé en la camilla.

—Bueno, pues tú dirás, ¿qué te hago? ¿Las piernas? ¿Las ingles?

—Y algo más —le dije.

—¿Algo más? —Me miró extrañada.

—Sí, todo —dije con vergüenza.

—Vaya, vaya, sí que te está cambiando esa ciudad.

—No, no, es por probar algo distinto.

—Sí, sí, algo distinto… Sabes lo que duele ahí, ¿verdad? Pero bueno, de momento vamos a empezar por aquí —me dijo mientras ponía la cera sobre la parte de la espinilla. Sopló—. Bueno, vamos. Una, dos y… —Tiró con fuerza y junto a un pequeño grito se me escapó una lágrima.

—¡Vaya! Tampoco ha sido para tanto. Otra vez, una, dos y… —Volvió a tirar con fuerza, y yo volví a soltar otra lágrima… y otra, y otra…

Me miró a los ojos, dejó la espátula en la cera y se sentó en el borde de la camilla.

—Vamos, Alicia, ¿qué te ocurre?

—Nada… —susurré.

—Vamos, que nos conocemos desde niñas. Dime qué esconden esas lágrimas.

Y me ofreció un pañuelo.

Y se lo cogí.

Y me miró a los ojos mientras yo se los apartaba.

Y me cogió la mano.

Y se lo conté todo: desde la niña que encontré en el callejón hasta la mujer que se perdió en el asiento de atrás de un coche.

* * *