Abajo, el otro policía conversa con Lina.

Y es que Lina, a pesar de su apariencia, y sobre todo de su trabajo, no es lo que parece.

En cada conversación que los policías mantienen con ella, descubren a una persona muy culta, una persona con un pasado interesante. El policía que ahora mismo comparte mesa con la mujer aún recuerda el primer día, cuando se presentaron, y él, casi por decir algo, le preguntó de dónde venía el nombre de Lina, de qué era diminutivo.

—Bueno, Lina no es mi verdadero nombre —le contestó—, es el nombre de guerra que utilizo. Si fuera mi verdadero nombre significaría que habría nacido para esto y no, cariño, una no nace así, una se hace. El caso es que un día me contaron una historia y mira… me gustó.

—Entonces, ¿cuál es tu verdadero nombre?

—Oye, chico —contestó sobresaltada—, hay tres cosas que nunca se le preguntan a una dama: su peso, su edad y su verdadero nombre. —Y ambos rieron.

—Bueno, vale, pues cuéntame esa historia sobre tu otro nombre, el de guerra.

Y cuando esperaba una simple respuesta, cualquier tontería sobre algún apodo familiar, le contó una historia que hizo que comenzara a cambiar su opinión sobre ella. Más tarde se enteró de que había estudiado más que la mayoría de las mujeres de su época, que había estado desempeñando varios trabajos «serios», como ella decía, y que, finalmente, se hizo autónoma en ese tipo de empresas que, como la Iglesia, no paga impuestos.

—Lina, cariño, viene de Mesalina, ¿sabes quién era?

—No, no me suena…

—Ay, si es que hoy en día no os enseñan ya nada, esto cada vez va a peor. Ponte cómodo que te lo cuento. —Y la que se puso cómoda, con sus piernas entre las del policía, fue ella—. Bueno, pues resulta que Mesalina fue la tercera esposa del emperador romano Claudio. Ella fue muy conocida por su belleza, pero también por los continuos cuernos que le ponía al susodicho. Resulta que se los puso con casi todo ser viviente: soldados, nobles, gladiadores y una larga lista de tipos. Pero bueno, hasta ahí nada del otro mundo. El tema es que la dama en cuestión se fue soltando e incluso llego a prostituirse bajo un apodo en uno de los barrios más conocidos de Roma.

»Un buen día no se le ocurrió otra cosa que retar a la mejor prostituta de la ciudad a un duelo, a ver cuál de las dos era capaz de tirarse a más tíos en una noche. Así que aprovechando que su marido estaba fuera, y ahí cuando se iban era para una buena temporada, organizó una competición en palacio a la que acudieron multitud de hombres importantes de la corte. Imagínate la cornamenta del emperador.

»La contrincante fue Escila, una de las prostitutas más famosas de Roma. Bueno, pues la tal Escila, después de haberse tirado a veinticinco hombres, acabó rindiéndose; en cambio, Mesalina superó la cifra y siguió compitiendo. Cuenta la leyenda que aun después de haberse tirado a setenta no estaba satisfecha y que finalmente llegó a la cifra de ¡doscientos! ¿Te imaginas? ¡Doscientos tíos! Se dice que Escila abandonó la competición diciendo una frase que se hizo famosa en Roma: “Esta infeliz tiene las entrañas de acero”.

Y así, cada fin de semana, Lina cuenta historias de la historia, relatos casi siempre relacionados con prostitutas y grandes personajes: emperadores, altos cargos de la Iglesia, reyes…

Y mientras ella, en esta madrugada que ya acaba, le cuenta cualquier otra aventura, arriba, una habitación comienza a llenarse de sexo y también de cariño. Porque aunque es obvio que no se aman, sí que se quieren. Él siente un enorme respeto y afecto por esa chica de pelo rubio y acento extraño. Y a ella le encanta cómo le trata ese policía de ojos verdes que mientras practica sexo habla con ella.

Acaban sudados sobre la cama, uno al lado del otro, sin tocarse, mirando a un techo que hace tiempo que no se limpia.

—¿Sabes qué?

—Dime.

—De una forma u otra siento algo por ti.

—No me digas que te estás enamorando.

—No, tonta, no, no es eso, pero te he cogido cariño.

—Ya lo sé.

—¿Sí?

—Sí, eso se nota, y ya está.

—¿Te gusta lo que haces?

—Bueno, dejémoslo en que no me disgusta. Al menos estoy en un lugar en el que puedo elegir, y eso ya es mucho. A mí nadie me obliga.

—Bueno, quizás te obliga la vida.

—Sí, quizás… Hubo un tiempo en el que soñé con tener casa, marido, hijos… ya sabes…

—Sí… ya sé. ¿Y?

—Bueno, no sé, me metí en esto para ganar un poco más de dinero, siempre un poco más, y un poco más… y al final… ahora mismo no sé si sabría hacer otra cosa.

—Vamos, no digas tonterías, claro que sabrías hacer más cosas.

—Bueno… si tú lo dices… —le contesta mientras se pone de rodillas sobre él.

—¿Otro rápido?

—No, hoy no puedo, que mi compañero está ya cansado y se quiere ir pronto a casa.

—Dile que suba y lo animo.

—¿Tú?

—¿No me digas que vas a tener celos ahora?

—Bueno…

Sonríe, le da un beso en los labios y le deja el dinero en la mesa.

* * *