En el mismo instante que mi mano acarició su hombro, la agarró y, en una sucesión de lentos movimientos, se dio la vuelta, me dio la vuelta y se acurrucó junto a mí: su pecho contra mi espalda, su respiración junto a mi cuello y su cariño frente a mis remordimientos.

Suspiré.

No fui capaz de hacerlo.

Me imaginé aquella frase, «Tenemos que hablar», y cómo el silencio derrumbaba todo lo que habíamos construido durante tantos años. Tuve miedo, mucho miedo, creo que me tartamudeaban hasta los pensamientos.

«Tenemos que hablar», y no sólo serían importantes las palabras, sino el tono, la voz, el momento… Estaba la posibilidad de que fuera una despedida y, como decía mi tía, a cambio de qué. Esa era la gran pregunta: ¿a cambio de qué?

Después vendría la otra gran pregunta, la suya, la que tenía todo el derecho a formular: ¿por qué? El problema es que no tenía respuesta… ¿Por qué? Quizás porque la distancia entre nosotros, aun estando en la misma casa, ya hacía tiempo que existía; quizás porque después de tantos años ninguno de los dos hacía nada por modificar los afectos; quizás porque no hay nada como hacer las cosas por primera vez; quizás porque a veces pasábamos toda la noche mirando hacia la misma ventana: un televisor cuyo rumor nos servía para evitar conversaciones…

O quizás no había nada de eso y simplemente buscaba excusas con las que poder justificar lo ocurrido, con las que intentar indultar mi comportamiento.

* * *