Abrí los ojos y miré el reloj: las seis de la mañana.
Me había quedado dormida. Me giré y allí estaba él, como tantas y tantas otras noches.
Quizás era un buen momento para despertarlo y hablar; fue pensarlo y ponerme a temblar. Si en ese mismo instante mi marido hubiera abierto los ojos, sólo con mirarme, habría sabido la verdad.
Había ensayado en mi mente mil veces cómo sería la conversación y, sin embargo, en ese momento no sabía por dónde empezar. Era consciente de que confesarlo dejaría una cicatriz permanente en nuestra relación, una de esas cicatrices que sería complicado disimular con besos, cariños y «te quieros». Me daba tanto tanto miedo hablar con él… Sabía que en el momento en que lo despertara toda mi vida cambiaría, y la suya, y la de la niña… Sería una despedida o un reencuentro con demasiados peajes.
Respiré hondo y me preparé para hacerlo.
Alargué mi brazo y le toqué suavemente el hombro.
* * *