A esa misma hora, en la misma ciudad, dos policías comienzan el turno de noche. Se conocen ya desde hace tiempo y se puede decir que son amigos.

—Uff, pero, coño, qué frío hace hoy, ¿no? —dice uno de ellos mientras entra en el coche.

—Sí, por el día, si hay sol, aún se está bien, pero a estas horas…

—Uff.

—Y qué, ¿sabes algo de lo de Madrid?

—Sí, sí, está casi todo a punto.

—Bueno, pues ya me informarás.

—Tranquilo, de momento es mejor que no sepas mucho; de hecho, cuanto menos sepas, mejor.

—Como quieras, yo mientras reciba el dinero…

—Bueno, venga, arranca y pon la maldita calefacción.

La rutina es prácticamente la misma todas las noches: comenzarán dando varias vueltas por los alrededores de la ciudad. Más tarde patrullarán durante unas horas por el casco antiguo. Sobre la medianoche, harán una parada en uno de esos bares que cierran tarde, en uno de esos bares en los que, como cada fin de semana, hay orden del dueño para que no les cobren nada; en realidad, es un forma barata de mantener la zona vigilada.

Después de visitar la parte antigua, si no hay ningún incidente, continuarán de nuevo por las afueras, por los barrios residenciales, y se tomarán el penúltimo café en cualquiera de las gasolineras. Un café que también les saldrá gratis porque la persona que se lo servirá estará encantada de que, a esas horas, la policía se pase por allí.

Y después, sobre las seis, cuando la ciudad esté a punto de despertar y su jornada a punto de acabar, se acercarán a la Casa Azul para despedir la noche.

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