Aquel viernes, mientras conducía de vuelta a casa, deseé que la carretera fuera infinita para no tener que llegar a ningún lado, para no tener que enfrentarme con ninguna verdad. Miraba, de vez en cuando, a través del retrovisor a mi hija que ya dormía atrás, sabiendo que una decisión inadecuada podía cambiarle la vida.
Tenía tanto miedo de llegar, tenía tanto miedo de decírselo. Comencé a imaginarme cada una de las posibles situaciones tras la confesión: los gritos, las lágrimas, los lamentos, los reproches… a imaginarme todas las preguntas que tendría que afrontar, sobre todo la más sencilla, esa para la que no tenía respuesta: ¿por qué?
Sabía que había otra opción, podía guardarlo como uno de esos secretos que se entierran en el jardín. El problema es que yo ni siquiera tenía terraza.
Mucho antes de lo esperado vi, a lo lejos, las luces del pueblo e instintivamente reduje la velocidad.
Aparqué frente a la puerta y esta vez todo me pareció distinto: distinta la casa, distinta la calle, distinta la forma de bajar con la niña que acababa de despertarse en ese momento… Era como si todo tuviera sabor a despedida.
Durante el viaje, había estado ensayando las mil formas de plantearlo, había simulado las frases, incluso la conversación en mi cabeza. Se lo diría en la cama, después de cenar, cuando la niña ya estuviera durmiendo. Intentaría hacerlo suavemente, no quería ninguna escena, no quería gritos, no quería… Pensé que igual lo comprendía, todo era posible.
Metí la llave, abrí la puerta y, en cuanto lo vio, la niña salió corriendo hacia él. Se abrazaron, la cogió y se la subió al cuello como a ella tanto le gustaba. Se acercó a mí y me dio un cálido beso que yo no esperaba, un beso que quizás había estado preparando hacía ya días. Iba a ser más difícil de lo esperado.
—¿Qué tal el viaje? —preguntó tras dejar mis labios.
—Tranquilo, a estas horas apenas hay tráfico.
—¿Se ha dormido?
—Uff, a los diez minutos de salir, ya ves cómo es el coche, deberían inventar algo así para tenerlo en casa. A ver quién la duerme esta noche.
—Bueno, no pasa nada, así juego un rato con ella, que la he echado mucho de menos. ¿A que sí, pequeña? —Y comenzó a darle mil besos en las mejillas—. Ah, amor, ya está la cena preparada.
—Muchas gracias, amor. —Amor…
Amor, le dije. Amor, me dijo. ¿Cómo se puede saber si, al pronunciar una palabra así, el significado se mantiene en su interior o se quedó en la cáscara?
La cena pasó entre silencios y preguntas rutinarias mientras nuestra hija jugaba subiéndose al sofá, intentando montar un puzle de madera o dibujando con ceras sobre la mesa.
Acabamos. Él se fue a acostar a la niña y yo me quedé recogiendo la mesa. Escuché sus voces y, sobre todo, sus risas. Aquello iba a ser demasiado duro.
Mientras ellos reían, ajenos a todo, yo me derruía por dentro.
Hice una infusión y un café. Le esperé en el sofá.
Al cabo de unos minutos volvió, se sentó junto a mí, me abrazó y así nos mantuvimos durante muchos minutos: en silencio.
Al rato me levanté.
—Amor, te espero en la cama, que me estoy quedando dormida —le dije.
—Vale, vale, ahora subo yo —me contestó mientras cogía su portátil y lo encendía en su regazo.
Subí, entré en la habitación de la niña para darle un beso, me puse el pijama y metida en la cama repasé mentalmente todo lo que no quería decirle.
* * *