Mi tía Laura se levantó, se asomó a la ventana y desde allí me contó lo que nunca le había contado a nadie. A mí, a una desconocida. Quizás porque yo estaba pasando por lo mismo que ella, quizás porque sabía que yo no me atrevería a juzgarla.

—Ahí —me dijo—, en esa puerta que no ha cambiado con los años, vive la persona con la que me hubiera gustado compartir mi vida.

Respiró, miró el cristal y las lágrimas comenzaron a serpentear entre unas arrugas que, con los años —y sobre todo con los acontecimientos—, habían ido poblando sus mejillas.

—La primera vez que nos besamos yo apenas tenía dieciocho años y él estaba a punto de casarse. Fue un juego, una tontería. Ya éramos vecinos en aquel entonces y nos habíamos cruzado miles de miradas. No recuerdo la razón, pero un día fui a su casa a por algo y allí, en la intimidad de su habitación, yo le pregunté, medio en serio, medio en broma, si estaba seguro de lo que hacía; y él se acercó a mí y me besó. Así, directo, sin pedir permiso, seguramente porque al analizar mis miradas sabía que no lo necesitaba. Fue el primer beso de mi vida. Se separó y, con su aliento a centímetros de mi boca, me susurró: aún estoy a tiempo de no hacerlo. No seas tonto, le contesté… No seas tonto…

Volvió a llorar, pero esta vez ni siquiera se molestó en quitarse las lágrimas, simplemente las dejó caer por las mejillas, para que, ya en libertad, desaparecieran entre la tela de su jersey, como si su propio corazón estuviera esperando para volverlas a absorber.

—La segunda vez yo estaba embarazada de poco tiempo y él me veía más guapa que nunca. Fue en su coche, me vio esperando en la estación de autobuses y me recogió. Era ya tarde, bueno, en invierno, en esta ciudad cualquier hora es tarde. Y ahí, junto a ese mismo portal aparcó, se acercó a mí y en el refugio de la noche me besó; y yo me dejé besar. Aun teniendo en mi cuerpo a mi hijo, seguía enamorada de él. Alicia, sé que hay cosas que no se pueden explicar. Era un momento muy complicado, y aún más en una época en la que sentir determinadas cosas no era lo correcto.

Sacó un pañuelo arrugado del bolsillo y se limpió la tristeza que ahora escapaba también por su nariz.

—Y la tercera vez, la tercera vez que nos besamos, mi hijo apenas tenía dos años, y no fue un beso, fue mucho más que eso, fue pasión, fue sexo. Sentí más con aquel beso que haciendo el amor con mi marido. Tras aquello me sentí tan sola que intenté llenar el vacío de mi vida con un nuevo hijo, como si aquella decisión fuera a dar alas a un amor que no tenía ya ganas de volar. Intenté mejorar un matrimonio a base de hijos y eso es como mejorar la felicidad a base de dinero, nunca funciona. Aquel tercer beso marcó una nueva etapa: lo peor no fue descubrir que estaba enamorada de él, lo peor fue descubrir que ya no lo estaba de mi marido.

Miró de nuevo hacia la ventana, como si aquel cristal fuera lo único que la separaba de sus sueños, cuando, en realidad, el verdadero cristal lo llevaba dentro.

—Y después… después nos hemos besado mil veces. Le he besado en sueños, en la cama mientras mi marido dormía e incluso estando él despierto; le he besado en el sofá haciendo ver que leía cualquier revista; le he besado frente a esa misma puerta, en la cocina mientras se me quemaba la comida, frente al televisor… Todas esas veces y muchas más nos hemos besado. Y eso, hija mía, eso también es ser infiel, pero de una forma más cobarde.

Se giró hacia mí, con la cara desencajada, pero con la liberación que suponía haber contado la historia de un amor separado por dos portales y, seguramente, por la generación del qué dirán.

—Nunca ha sido el momento adecuado. ¿Y sabes qué? No existen los momentos adecuados, porque los momentos los elegimos nosotros; y yo, yo no he sabido encontrarlos, quizás porque no he tenido el valor de buscarlos.

»Y ahora así paso cada día, levantándome con la sensación de que se me va cayendo la vida. Cada día, a la misma hora, me asomo por esta ventana, haga sol, llueva o nieve. Y le veo salir por esa misma puerta. Él también me ve, y me saluda, y quizás me imagina aquí, tras esta cortina que me esconde, observando lo que pudo haber sido, como en una de esas leyendas de Bécquer…

Silencio.

—Hace ya tres años que enviudó, se llama Julio y es profesor como tú, ¿sabes? En fin, esta es mi historia, Alicia. A veces pienso que siempre nos hemos querido a destiempo. —Se apartó de la ventana, se secó la cara con un pañuelo y se dirigió de nuevo hacia mí—: Ahora ya no tengo a mis hijos en casa, él está viudo y ya no hay nada (aparte del cariño, y cada vez menos) que me una a mi marido. Y sin embargo, soy incapaz de dar el paso. Lo he pensado tantas veces, lo he imaginado tantas veces, y si fuera por mí, solamente por mí… Pero están mis hijos, la familia, los vecinos, toda la gente del barrio… Y si lo hago… ¿a cambio de qué?

—¿De tu felicidad? —me atreví a decirle.

—¿Mi felicidad? —Sonrió, mirándome a los ojos—. La felicidad a destiempo no lo es tanto, porque la felicidad, hija mía, también tiene su momento.

Se alejó de nuevo y se situó frente a la ventana, con la mirada fija en una puerta que siempre había estado abierta por dentro pero cerrada por fuera.

Pensé en todas esas parejas que habían pasado de compañeros de vida a compañeros de piso. Parejas cuya principal razón para estar juntos es que no hay una razón más fuerte para no estarlo. Personas que no tuvieron el valor de seguir sus propios caminos por el miedo al qué dirán, en definitiva, por miedo a la opinión de los demás.

Se acercó de nuevo y se sentó lentamente junto a mí. Me tomó la mano y con sonidos de cariño me dijo las últimas palabras de una conversación que intuí que ya acababa.

—Alicia, no puedo aconsejarte, lo siento, tienes que tomar tu camino, yo ni siquiera he sabido tomar el mío. Dicen que la gente se suele arrepentir más de las cosas que no ha hecho que de las que hizo. Yo no me atreví, pero era otra época… Vive.

—Tía, si a mí me encantaría no sentir esto, me gustaría que no me estuviera pasando nada de lo que me está pasando, me encantaría ser capaz de controlar lo que siento, me encantaría poder controlar los sentimientos…

—¿Controlar los sentimientos? Hija mía, ¿pero quién puede hacer eso? Nadie, los sentimientos están ahí, los puedes ocultar o puedes dejar que salgan, puedes intentar esconderlos bajo el cuerpo hasta que exploten, pero intentar controlarlos… eso no tiene ningún sentido. No creo que se deba ser culpable por sentir. ¿Sabes qué, Alicia? Si en esta vida hay algo real, algo auténtico, son los sentimientos, te lo aseguro.

Me fijé en sus ojos y me di cuenta de que ella, durante muchos años, lo había intentado; había intentado controlar esos sentimientos de los que ahora hablábamos.

—Mírame, Alicia, ¿quieres acabar así…?

Nos quedamos sentadas frente a un televisor apagado, con los papeles intercambiados, con nuestras manos unidas: la de ella temblando, la mía intentando calmarla.

Laura se secó las lágrimas con varios pañuelos de papel. Uno de ellos se le cayó al suelo y, tras una mirada de complicidad, lo empujó con el pie bajo el sofá.

—Ahí abajo se quedan muchos secretos. —Y ambas sonreímos.

Ese día supe que, a pesar de que Laura y Julio no estaban juntos físicamente, se estaban amando mucho más que la mayoría de parejas que comparten techo. Aquel día descubrí que también existen las aduanas en el amor.

Respiró hondo y se levantó hacia la ventana. Estuvo allí durante unos minutos, mirando seguramente esa misma puerta. Se limpió las últimas lágrimas y la vi sonreír.

Quizás, pensé, era más feliz imaginando cómo podría ser el sueño que convirtiéndolo en realidad.

¿Y yo?

Yo no lo había pensado tanto y por eso aún tenía sobre mi cuerpo marcas dibujadas por la conciencia.

Había hecho lo que jamás se me había pasado por la cabeza: no sólo me había acostado con otro hombre, sino que el problema era que sentía que me estaba enamorando.

Nunca en mi vida me había imaginado siendo infiel, de hecho es algo que siempre había criticado duramente, siempre había dicho que jamás perdonaría una infidelidad… siempre pensé que yo no era la clase de persona capaz de mentir, capaz de tener un secreto así, y sin embargo…

Siempre, nunca, qué palabras más inútiles.

* * *