Aquella mañana de viernes, cuando mi tía regresó de llevar a mi hija a la guardería, yo ya hacía siglos que intentaba contener las lágrimas en el interior de mis párpados. Sabía que a la mínima palabra, incluso al mínimo gesto, mi cuerpo sería incapaz de soportar todo aquel dolor. Por eso no fue extraño que ante la pregunta: «¿Estás mejor?», me derrumbara como lo hace un condenado al conocer la peor sentencia.

Su primera reacción fue de sorpresa, pero al instante —y eso ya me dijo mucho—, cambió su rostro, como si la falda, la ilusión de la noche anterior y, sobre todo, esa visita a urgencias en la madrugada, le hubiesen dado las suficientes pistas.

—Tranquilízate, Alicia… —me susurró mientras me abrazaba.

Nos sentamos y, tras intentar limpiarme los ojos, comencé a contarle lo que ella ya sospechaba. Mantuvo su mano junto a la mía durante toda la conversación, acariciándome con su tacto, arropándome con su mirada.

Y allí, en el pequeño sofá de una casa que no era la mía, sin apenas conocernos, nos hicimos hermanas.

Acabé la historia entre lágrimas, entre el borroso alrededor de una habitación, con la sensación de desahogo que da el haber podido liberar un secreto. Me calmó, me abrazó como se abraza a un niño que se acaba de caer al suelo; me dio un pañuelo y se levantó para sorprenderme de tal forma que al final fue ella la que necesitó consuelo.

Yo llevaba callándome un secreto apenas unas horas, en cambio, ella llevaba haciéndolo toda una vida.

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