Tenía una erupción que, como una soga, me rodeaba el cuello. Me quité la camisa y la irritación continuaba, a discontinuidades, por los pechos. Era como si una jarra de culpa se hubiera derramado por mi cuerpo.
Volví a la habitación temblando. Me puse la ropa en silencio, besé a mi niña desde la distancia y con pasos de condenado me acerqué a un sofá donde un televisor le hablaba a una Laura que ya dormía.
—Tía, tía… —le susurré mientras le tocaba suavemente el brazo—. Tía…
Abrió los ojos con un ligero sobresalto.
—Dime, dime… ¿qué pasa? —Se alteró, incorporándose de golpe.
—Tranquila, tranquila… Es que mira lo que me ha salido en la piel. —Le enseñé el cuello.
—¡Hija mía! Eso es que algo te ha sentado mal. ¿Qué has cenado?
—Puede ser, sí, quizás algo de lo que he cenado esta noche me ha hecho algún tipo de reacción. Me voy a urgencias, porque cada vez se me está extendiendo más. Te dejo a la niña durmiendo, vuelvo en un rato.
—Está bien, no te preocupes. Cualquier cosa, me llamas. Que no sea nada. —Y se levantó para acompañarme a la puerta.
—La niña sigue durmiendo. En cuanto pueda, vuelvo…
—Vale, vale, tranquila, que ya me ocupo yo.
Bajé a la calle y descubrí la soledad que rodeaba a la ciudad en plena madrugada. Comencé a caminar sobre unas piedras que transpiraban frío, por unas calles que me miraban desde cada ventana, como si una de ellas hubiera visto lo ocurrido y, de inmediato, lo hubiese comunicado a todo el mundo.
Arrastrando los pies y, sobre todo, el ánimo, me dirigí a un coche que, en esa ciudad, siempre había que aparcar demasiado lejos.
Llegué al hospital en apenas quince minutos, entré por una puerta lateral e hice cola en la ventanilla de admisión. Tras varios líos burocráticos, anotaron mis datos y me dijeron que esperara en la sala a que me llamaran por el altavoz.
Abrí la puerta y me invadió una sensación de ahogo, aquello parecía una gran gasolinera en la que habían abandonado un puñado de vidas… que aguardaban a que alguien las recogiera. Respiré hondo y me preparé para una espera que supuse duraría horas.
Me senté en uno de los pocos lugares que había libres, junto a una mujer que, con una venda en la cabeza, apenas podía abrir los ojos. Frente a mí, un matrimonio con un bebé al que abrazaban como si se les fuera la vida en ello, y quizás se les estaba yendo. A su lado, un hombre de mediana edad dormía con una botella de suero casi vacía unida a su brazo. Tres sillas a la izquierda, un niño que parecía haberse torcido un pie. Había venido él y prácticamente toda la familia, ocupando unas cuatro o cinco sillas.
—Frarfagggel Farztínez —se oyó por el altavoz.
—Vamos Rafa, que nos toca —le dijo un hombre a un adolescente que cojeaba, a unas cuatro sillas de mí.
Miré alrededor. La sala estaba tapizada con carteles contra los recortes y las privatizaciones que el gobierno estaba realizando durante los últimos meses. Recortes para intentar demostrar que la sanidad pública es cada día menos rentable… para ellos, evidentemente. O que la salud, en realidad, no es tan importante. Y es que, al final, con la excusa de la crisis, todo se abarata, hasta las vidas.
Aquello, intuí, iba para largo. Mientras esperaba notaba que la culpa seguía avanzando hacia el resto del cuerpo, me levanté ligeramente el jersey y vi que ya había llegado al ombligo, quizás en dirección a ese punto en el que resucitaron las sensaciones.
De pronto, unos gritos rompen la relativa tranquilidad de una sala de urgencias en plena madrugada. Se abre la puerta automática dando paso a una tragedia ajena: unos padres llegan gritando. Ella —la madre— destrozada, mientras el padre trae en brazos a un niño que ya no volverá a ser el mismo.
—¡Socorro, socorro! —gritan desesperados—. ¡Se ha quemado la cara, se ha quemado la cara!
Unos enfermeros salen ya preparados con una camilla para coger aquel pequeño cuerpo cuyo destino ha cambiado en una sola noche. Para él, y para ellos, para unos padres que, desde que nació, no habían hecho otra cosa que cuidarlo y quererlo. Y ahora, en un simple despiste…, un pequeño cazo con leche hirviendo ha caído sobre su rostro.
Mientras cruzan la puerta, la desesperación de sus ojos se queda unos instantes en la mente de todos los allí presentes. A partir de ahora, cada vez que esos padres vuelvan a mirar a su hijo, olvidarán por completo que fueron ellos quienes le dieron la vida, se olvidarán de todas las noches que pasaron junto a él cuando estaba enfermo… porque cada vez que vuelvan a mirarle a la cara…
Y así, en una camilla, se llevan a un niño que no será consciente de que ha comenzado a ser diferente hasta que la sociedad comience a discriminarlo.
Pasada la sorpresa y la confusión, todo volvió a la relativa calma anterior.
—Tristtina Betrrán —se oyó de nuevo, y una mujer sin enfermedad aparente se dirigió hacia el pasillo.
Aprovechando el asiento que dejó libre, me levanté para estirar las piernas y acercarme a un altavoz cuyas voces parecían de trapo.
Me senté de nuevo y, en mi aburrimiento, me puse a observar a la gente, a intentar adivinar la dolencia de cada una de aquellas historias.
Mis nuevas compañeras de asiento —a mi izquierda— eran dos mujeres de edad que, al no oírse bien entre ellas, hablaban en voz alta. Seguramente llevaban ya mucho tiempo allí, porque ambas criticaban las colas que se formaban en urgencias, en las consultas y creo que hasta en la carnicería.
—¿Seguro que no pasará nada? —le preguntó la mujer del pelo violeta a la del pelo blanco.
—¿Qué va a pasar? Tú di que te duele mucho, y así te atienden aquí mismo. Eso o te tocará esperar hasta la semana que viene por lo menos, ya sabes.
—No, no, si tienes razón.
—Ya te lo he dicho, lo mejor es venirse a urgencias y ya está.
—Además, aquí, con suerte, hasta te dan el medicamento y te ahorras unos eurillos. Bueno, y si no te los dan, no te preocupes que ya te los saco yo. Lo hago con toda la familia, muchas veces pido que me receten medicamentos que no son para mí, sino para mi cuñada, para mi hermana, la pequeña, o para la mujer del tercero… Al ser jubilada me salen más baratos, ¿sabes?
—Sí, sí, que tal y como está la vida, el dinero no me llega para nada.
—Mira, mira —le señaló una a la otra la foto en una revista—, ¿has visto qué guapa iba la princesa?
—Sí, preciosa —le contestó la del pelo morado sin saber que ese mismo traje lo estaban pagando ellas con todo ese dinero que no tenían.
En ese instante, en la planta más alegre del hospital, nace un niño. Ha sido un parto largo, muy largo. Han esperado hasta el último momento intentando evitar la cesárea y, finalmente, lo han conseguido. El pequeño cuerpo ha salido envuelto en sangre y esperanzas, envuelto en futuro y cariño. La diminuta vida ha esperado apenas un segundo para coger aire del nuevo mundo y ha comenzado a llorar —y no reír—. Y llora también su madre; y llora también su padre, que lo ha visto todo; y llora incluso la matrona. En apenas unos minutos nacerá otro bebé, esta vez niña, también sana; y en una hora otro niño, también sano… Y así irán acumulándose litros de ese tipo de lágrimas que no deberían acabar nunca: de felicidad.
En la planta superior, un hombre lleva inconsciente varios días, vive conectado a mil aparatos y continúa indeciso: no sabe si quedarse o irse para siempre. Finalmente, sin abrir los ojos, nota el tacto de su hijo, escucha la voz de su madre y, a través de unos tubos que le ayudan a respirar, huele el perfume de su mujer. Son todos esos estímulos los que han conseguido que decida permanecer en la vida. Esa misma noche despertará.
A dos pasillos de distancia, en esa zona donde sólo el nombre ya quita todas las esperanzas —enfermos terminales—, una mujer mayor acaba de realizar su último latido. Inspira lentamente un aire que entra pero que ya no saldrá. Ha muerto en silencio. Un silencio sólo roto por los llantos de su marido, que, sentado a su lado, no se ha separado de ella en ningún momento. La primera persona que aparece en la habitación es ese simpático celador que ha estado con ellos durante los últimos días. Le da el pésame al viejo y el abrazo que en un momento así se necesita. Se sienta junto a él durante unos instantes, le coge la mano y, tras abrazarle de nuevo, lo deja a solas en la habitación.
Ya en el pasillo, se dirige a un lugar apartado donde no pueden oírle y hace una llamada. Una llamada por la que le van a dar una buena comisión. Avisa a una funeraria de que hay un nuevo muerto. En apenas diez minutos, aparecerá allí un representante para convencer al viudo de que ellos se encargarán de todo en esos momentos de dolor en los que la cabeza no rige y uno no está para papeleos. El hombre, ante la confusión del momento y la recomendación del celador, firmará.
Dos plantas más arriba, en un gran despacho, un médico de guardia está iniciando el papeleo para la contratación de unos informes. El problema es que esos informes nunca existirán y que la empresa adjudicataria es, casualmente, la que acaba de crear un buen amigo suyo. A unos pocos metros, en un pequeño almacén, una limpiadora coge, a escondidas, unos cuantos paquetes de gasas y compresas para llevárselas a casa; se dirige a su taquilla y los guarda en una mochila.
En un edificio anexo, varias enfermeras llevan ya demasiadas horas trabajando, y aun así, intentan tratar a cada persona con una sonrisa. Un médico se acerca a ver a sus pacientes, la mayoría están durmiendo, pero el resto, los que permanecen despiertos, le dan las gracias por el detalle.
En la primera planta, en la de los despachos, hay uno de ellos cuya luz permanece aún encendida. Allí, otro médico está de guardia y, frente al ordenador, realiza varias gestiones. Mira la lista de espera para un tipo determinado de operación y va alterando el orden de los pacientes, poniendo en primer lugar a aquellos que acuden a su consulta privada por las tardes.
Y en otra planta, varios niños ingresados se han dormido hoy con una sonrisa. Seguramente en sus sueños aparecerán esos superhéroes que a media tarde han aparecido en las ventanas. En realidad, eran limpiacristales que se han disfrazado de Superman, Spiderman… para sorprenderlos, y vaya si lo han hecho. Han conseguido alegrar un día que iba a ser como otro más en un mundo reducido a tubos, camas, goteros y visitas con caras alegres que disimulan tristeza.
Tras dos horas de espera, una inyección y un pequeño test sobre lo que había comido o cenado, volví a casa sabiendo que sólo habían tapado los síntomas de un cuerpo que se deshacía entre los remordimientos.
Conduje mirando siempre hacia delante a través del parabrisas, mirando a nuestra niña, a nuestra casa, a nuestros amigos, a nuestras cenas, a nuestra vida… No miré por el retrovisor ante el temor de descubrir que «nuestra vida» podía llegar a convertirse en «nuestras vidas».
Llegué a casa, abrí con cuidado la puerta y le di las gracias a mi tía, que dormitaba en el sofá.
Ya en la cama, me mantuve luchando contra mi mente hasta que desapareció la madrugada. Era, desde luego, una lucha desigual, pues nadie mejor que uno mismo para clavar la punta de la culpa en la parte más delicada del alma.
Y así, intentando domesticar los sentimientos, me acabé durmiendo casi entrada el alba.
Al día siguiente no fui a trabajar.
Al día siguiente se lo confesé a alguien.
Al día siguiente me encontré con una sorpresa ajena.
* * *