Y al instante, otros recuerdos.

Unas imágenes que cambiaban totalmente mi situación. No lo ya vivido, sino la solución a la huida de ese mismo instante: la vuelta a casa en el asiento delantero con el silencio como única conversación; unos pies que se arrastraban por el suelo; el frío beso que nos dimos en la despedida; las lágrimas que comenzaban a nacer mientras abría la puerta; las mismas que morían sobre mi rostro cuando entré en la habitación y vi cómo ella dormía; las sábanas bajo las que quise esconderme…

Ahora sabía que podía girarme.

Moví mi cuerpo a la izquierda y alargué el brazo derecho para apretarla contra mi pecho, para sentir el latir de su pequeño cuerpo. «Te quiero, te quiero, te quiero…», le susurré entre el pelo.

En ese abrazo los remordimientos comenzaron a caer como lo hacen los truenos sobre el miedo, uno tras otro en plena tormenta.

Nuestro café en el sofá, después de cenar, cuando la niña ya dormía; la forma tan distinta de hacer la misma cama; mi ropa interior en el primer cajón, justo encima del suyo; su mano subiendo la cremallera de aquel vestido negro que me regaló; la misma mano que siempre he tenido junto a la mía cuando he estado enferma, triste o preocupada; las ciudades y paisajes que hemos visto y vivido juntos; despertar sabiendo que siempre lo tenía ahí, a mi lado; la seguridad de sospechar nuestro estado de ánimo con una sola mirada, con un solo gesto; la confianza…

¿Y ahora qué?

Allí, utilizando a mi hija de escudo, permanecí durante horas intentando no hundirme en un océano de dolor, intentando flotar sobre lo que hubiese deseado que fuera una pesadilla.

Mi esfuerzo por dormir consiguió el efecto contrario y, poco a poco, eran mis sentidos los que iban despertando. Un olfato que comenzaba a distinguir el aroma de una colonia que no era la mía; un tacto que comenzaba a descubrir unas medias que ni siquiera me había quitado; un oído capaz de escuchar a la culpa carcomiéndome el cuerpo…

Me abracé aún más fuerte a ella y comencé a llorar con tantas lágrimas como risas había derramado. Perdí mi nariz entre su pelo, y ese aroma a niña me hizo recordar todo el tiempo que estuvimos buscándola: los médicos que visitamos, las esperanzas que perseguimos y, sobre todo, la ilusión que nunca, nunca perdimos… ese combustible que al final, tras dos años de espera, consiguió encender el milagro… Y ahora, por una noche… por un simple momento… no era justo.

Aquello no había ocurrido, aquello no había ocurrido, aquello no había ocurrido… me estuve repitiendo para ver si de alguna forma, podía borrar las últimas horas de mi vida. Quizás, pensé, si nadie lo había visto, podría no haber ocurrido.

El problema de estar luchando contra uno mismo es que, al final, todo ese dolor siempre consigue escapar por alguna parte del propio cuerpo.

Finalmente escapó.

Comenzó como un pequeño hormigueo en la parte del cuello, justo encima del pecho, algo a lo que no le di importancia. Pero, poco a poco, la molestia fue en aumento.

Me separé de ella, me levanté intentando no hacer ruido, salí al pasillo con los pies descalzos y encendí la luz del baño para mirarme al espejo. Me asusté.

* * *