Abrí los ojos incluso antes de levantar los párpados, sabiendo que el bombear de mi propio corazón me había despertado. Respiré oscuridad y, sin necesidad de llegar al tacto, noté el calor de un cuerpo a mi lado.
Me mantuve inmóvil intentando reconocer una habitación sumergida en el silencio, un cuerpo —el mío— naufragando en una cama y una conciencia intentando reconciliarse con el alma.
Estiré mi mano derecha para ver el espacio que me separaba del final del colchón, lo justo para alargar el brazo y dejar los dedos colgando en el abismo. El mismo abismo por el que estaba a punto de lanzar mi vida. Deseaba huir de allí y, en cambio, era incapaz de moverme.
Cerré los ojos y comencé a recordar: la falda sin expectativas y las expectativas ya sin falda; el frío de la noche y el calor de sus abrazos; el reloj sin minutos y los minutos ya sin reloj; el difícil caminar de unos tacones y el fácil volar con sus miradas; el hombre de palo y el palo del hombre; el interior de unas calles en las que aún fui mía y el exterior de un ciudad en la que acabé siendo suya.
¿Y ahora qué?
Apreté la mirada, los puños e hice todo lo posible para apretar también el corazón.
* * *