En realidad, no bebí demasiado, el problema es que hacía más de diez vidas que no salía y mi cuerpo no estaba acostumbrado…

Ahora, desde la barrera del presente, es fácil poner el alcohol como excusa; es fácil buscar los errores, los culpables, los momentos en que podría haberlo parado todo… Quizás en el río, cuando me dio el abrazo, o cuando me invitó a cenar, o cada vez que me miraba con esos ojos que seguían teniendo luz en la noche… Pero no lo paré.

Terminamos de cenar y, tras ponernos los abrigos, salimos a la calle. Allí, con la excusa del frío me abrazó de nuevo, y de nuevo me dejé abrazar.

Acercó su voz a mi oído.

—¿Sabes dónde estamos? —me preguntó con su aliento acariciándome la oreja, consiguiendo que un ligero escalofrío me recorriera todo el cuerpo.

—Sí —contesté riendo—, he bebido un poco, pero aún sé que estamos en Toledo.

—Sí, pero permanecemos dentro de la ciudad y nos estamos perdiendo lo más bonito, porque lo más bonito está fuera.

—¿Fuera? —pregunté mientras mis palabras se estrellaban en su pecho.

—Sí, fuera. Toledo también hay que disfrutarlo desde fuera.

—Vale —le dije, incluso antes de que planteara la pregunta. Vale.

Y así, abrazados, yo en el interior de su chaqueta y su presencia revoloteando entre mis sentimientos, nos dirigimos hacia un aparcamiento.

Ahí, quizás ahí también podría haberlo parado.

Subimos a su coche y comenzamos a circular por pequeñas calles por las que sólo alguien de allí podía pasar a esa velocidad. Cruzamos un puente y, cuando ya estábamos en la otra parte del río, tuvo que frenar de golpe para no atropellar a un hombre que, vestido de negro y cubierto por una capucha, cruzaba la calzada sin prisa, delante de nosotros.

Marcos bajó la ventanilla y se quedó mirando aquella figura que se confundía con la sombra de los muros. En ese momento, el hombre giró y se metió en una calle, de nuevo hacia el interior de la ciudad.

—¿Se ha perdido? —pregunté.

—No —me contestó con el rostro serio.

—¿Seguro?

—Sí, sí, créeme si te digo que ese hombre conoce las calles mucho mejor que yo.

—¿Lo conoces?

—Podríamos decir que sí.

—Ah, vaya, pues parecía un poco confundido…

—Ya, pero hoy no llueve.

—¿Qué? —contesté extrañada.

—Nada, olvídalo, cosas mías.

—Sí, pero has dicho que hoy no llueve…

—Ya, es que la lluvia lo desdibuja todo, hace que la ciudad parezca mucho más confusa… olvídalo.

La lluvia de nuevo, pensé.

Nos mantuvimos en silencio hasta que llegamos a una explanada en la que aparcamos junto a un precioso edificio.

—Hemos llegado —me dijo—. Este es el parador de Toledo.

—Es precioso.

—Sí, y las vistas más aún. Ven.

Salimos para disfrutar de uno de los espectáculos más bonitos que he visto en mi vida: el brillar de Toledo en la noche.

Hacía frío pero no me importó, fue la excusa perfecta para que me abrazara y para dejarme abrazar de nuevo.

Y allí, apoyados sobre un muro, con nuestras miradas dirigidas hacia la ciudad, no me di cuenta de que estaba en la antesala de un cambio. No fui consciente de que, a partir de ese momento, me iba a pasar los días colocando barreras en mi corazón, de que era el placer el que comenzaba a ganar a la razón…

Me acurruqué en sus brazos disfrutando de constelaciones de ventanas cuyas luces se encendían y apagaban a través de los minutos. Intentando averiguar con la vista, pero sobre todo con la imaginación, qué podía estar ocurriendo dentro de aquellas habitaciones a esas horas de la noche…

* * *