—¿Te has fijado en ese reloj? —me dijo cuando terminamos un juego que duró lo suficiente como para darme cuenta de que estaba dejando atrás una frontera. Sólo fue tacto, pero eso a veces lo es todo—. ¿Ves algo especial?
Me giré y detrás de mí vi una espectacular fachada decorada por miles de formas en piedra, en cuyo centro había un reloj un tanto especial. Intenté asomar mi cabeza entre los barrotes.
—Vaya —contesté—, le falta una aguja.
—Bueno, a lo mejor le sobra una al resto de relojes, ¿no? —Sonrió—. En realidad, no le falta nada. Es así, es un reloj con una sola aguja. Fíjate que entre las horas hay un pequeño punto que marca las medias. Hay que tener en cuenta que este es un reloj que señala las misas, por lo que sólo necesita señales cada media hora. No hace falta que marque los minutos.
—Vaya…
—Sí. Pero en realidad siempre han existido relojes de una sola aguja, su único defecto es que pierden un poco de precisión; normalmente las esferas tienen marcas cada cinco minutos, pero aun así, como mucho, te puedes equivocar en dos minutos y medio, que tampoco es tanto, y menos en este país.
—Sí que sabes de relojes —le dije.
—Sí, algo sé. Ven, volvamos hacia arriba, que me has modificado el itinerario —me dijo riendo.
—¿Yooo? —contesté—. Pero si el que me perseguías eras tú.
Y como una adolescente fui tras él.
Volvimos a la calle del Hombre de Palo y desde ahí nos dirigimos a la catedral, pero justo antes de llegar giramos en dirección contraria, hacia la derecha.
Se paró.
—Mira lo que pone ahí, justo al lado del nombre de la calle.
Me fijé en que aquella calle tenía dos carteles: uno con el nombre «Callejón de Nuncio Viejo» y otro al lado en el que ponía «Esta calle es de Toledo».
—Extraño, ¿verdad? —me dijo.
—Pues sí, se supone que si la calle está en la ciudad es de la ciudad, ¿no?
—Bueno, no siempre. Resulta que en Toledo, con el paso del tiempo, han ido desapareciendo calles.
—Sí, ¡hombre! —Y me eché a reír.
—No, de verdad, es cierto, se estima que han desaparecido más de sesenta calles.
—¿Fantasmas?
—No, nada de eso, humanos, y «muy» humanos. Resulta que cuando un mismo dueño compraba dos edificios separados por una pequeña calle, muchas veces movía los muros y se apropiaba de ella. Otras veces tapaban la entrada y la salida, y así tenían una calle privada. Y en otras ocasiones, como en esta, ponían rejas para que la gente no pudiera pasar. Por eso, al final, los ciudadanos protestaban y el ayuntamiento colocaba este tipo de placas.
—Vaya, la propiedad privada.
—Sí, exacto. Bueno, pues entremos por este callejón antes de que desaparezca —me dijo riendo.
—Mientras no lo haga con nosotros dentro —le contesté, arrepintiéndome de lo dicho mientras las palabras salían de mi boca.
Era tan estrecho que tuvimos que pasar uno detrás de otro, pues a poco que abriéramos los brazos, nuestras manos rozaban los muros. Lo recorrimos en silencio, él delante y yo detrás. Después de atravesarlo, llegamos a una preciosa plaza rodeada de imponentes iglesias.
—Bueno, pues aquí es donde quería traerte. En esta iglesia de enfrente ocurre una de las más famosas leyendas toledanas: la leyenda del beso.
Al oír esas palabras me puse en guardia, no sabía si había elegido aquella leyenda por algo especial o simplemente era una coincidencia.
—Bien, situémonos en el tiempo —me dijo mientras me miraba—. Era 1810, más o menos, cuando el ejército francés de Napoleón estaba en Toledo. El problema es que en ese momento había tantos soldados en la ciudad que apenas había lugares para acogerlos. Así que empezaron a ocupar todo tipo de lugares: plazas, edificios, iglesias…
»Una noche fría, siempre son frías, llegó a la ciudad un grupo de jinetes buscando algún lugar donde poder acomodarse y pasar la noche, pero como ya no quedaba sitio en ninguno de los principales edificios, se les asignó una iglesia abandonada, esta que tienes delante. Llegaron aquí mismo y entraron en ella con la luz de unos farolillos.
»En su interior apenas había nada: algunos retablos y losas con los nombres de los allí enterrados, y algo más… unas estatuas de mármol blanco que parecían fantasmas sobre los mausoleos de los muertos. No les hizo mucha gracia, pero tampoco había mucho más donde elegir. Así que al final, y sobre todo debido al cansancio del trayecto, no tardaron mucho en quedarse dormidos.
Yo escuchaba como una niña que, abrazada a un peluche, desea que nunca le llegue el sueño. Hay cosas —como que te cuenten historias— que no deberían desaparecer con la edad.
—Al día siguiente —continuó—, el capitán se encontró con unos conocidos y estos, entre bromas, le preguntaron qué tal había dormido. «¿Hay mejor forma de dormir que junto a una preciosa dama?», contestó. Todos se quedaron sorprendidos. «Vaya, eso sí que es llegar y besar el santo», y le preguntaron por la identidad de aquella belleza. «Es de cara preciosa, con traje blanco y tez pálida», contestó. Sus compañeros le preguntaron si había hablado con ella, si se habían besado o hecho algo más… Pero el capitán les contestó que aquella dama no podía hablar, ni ver, ni oír porque…
Y se quedó en silencio.
—Dime, dime, ¿qué pasó? —pregunté impaciente.
—… porque era una estatua. Y todos comenzaron a reír; todos menos el capitán. Bueno, evidentemente todos los compañeros continuaron con la broma y le dijeron que se la presentara. Él, hablando más en serio que en broma, les dijo que vale, que esa misma noche llevarían bebida y brindarían a su salud. Sólo había un problema: junto a la dama estaba la estatua de un guerrero que, según pensó él, debía de ser su esposo.
»Al caer la noche, y tal como habían quedado, acudieron a esta misma iglesia que tienes delante. Hicieron un fuego con restos de madera y, tras tomar unos tragos para pasar mejor el frío, fueron hacia el lugar donde estaba la dama. El capitán la presentó y todos coincidieron en que realmente se trataba de una mujer muy bella, de una mujer que en vida seguramente habría sido de las más hermosas de la ciudad. Miraron la inscripción y vieron que se trataba de doña Elvira de Castañeda y su marido, Pedro López de Ayala, que luchó en Italia.
»La fiesta continuó y mientras el resto de los soldados bebían y brindaban, el capitán no se separaba de su enamorada. De repente, le dio como un ataque de locura y empezó a decir que aquella era su amada, que tenía que besarla. Dijo también que no era educado no ofrecerle vino al marido, así que llenó un vaso y se lo tiró a la cara. Todos rieron. Tras esto acercó su cara a la de la mujer pidiéndole un beso.
»Llegados a este punto, varios de sus compañeros le dijeron que no lo hiciera, que no removiera a los muertos, que eso no traía nada bueno. Pero él no hizo caso y se acercó a la estatua con intención de besarla.
Paró y me miró, me dejó en vilo.
—¿Y qué? ¿Y qué pasó? —le insistí.
—¿Y si lo dejo aquí?
—¡Vamos!… —le supliqué.
—Se escuchó un golpe y un grito. El capitán estaba en el suelo, a los pies de la estatua, sangrando por la nariz y por la boca. Nadie se movió. Sus amigos se acercaron a ayudarle y se quedaron de piedra, nunca mejor dicho, al ver que el brazo del esposo estaba manchado de sangre.
Ambos nos quedamos en silencio mirando aquella puerta. A escasos centímetros uno del otro, eran nuestras chaquetas las únicas que se atrevían a rozarse.
El sonido de un móvil —el mío— rompió aquella calma y ambos dimos un respingo.
Lo saqué del bolsillo: era mi marido.
* * *