Doblé la esquina y lo vi sentado en un banco, sin su habitual uniforme, con unos vaqueros y un jersey que dejaban adivinar un cuerpo cuidado. Bajé los ojos y dejé que mis pasos me llevasen hacia él, intentando no parecer nerviosa. Durante el camino había estado pensando en decirle que estaba casada, que tenía una niña, pero al final no hice ninguna de las dos cosas, simplemente dejé que todo fluyera; al fin y al cabo, lo único que íbamos a hacer era ver la ciudad.

—Vaya, ya pensaba que te habías arrepentido —me dijo mientras se levantaba.

—Bueno, pues casi —le contesté, sonriendo.

—Al final has venido, eso es lo que importa. Así que voy a cumplir mi parte del trato, pero antes tengo que advertirte de una cosa —me dijo con cara seria.

—Dime —le miré preocupada.

—Dentro de unos minutos te arrepentirás de llevar esos tacones.

Me miré los zapatos y ambos reímos.

—Venga, vamos —me dijo.

Y como una pareja que no lo era avanzamos a través de la ciudad. Nos separaba un silencio que se había situado entre los escasos centímetros que distanciaban nuestros cuerpos. Para mí, era una sensación totalmente nueva; después de tantos años con mi marido, era la primera vez que paseaba a solas con un desconocido.

—Esta es la calle Ancha o del Comercio, pero supongo que ya la conocerás, pues muchas rutas turísticas suelen empezar por aquí. Aun así, unos metros más adelante sucedió una pequeña historia que casi nunca cuentan.

Nos adentramos en esa calle que poco a poco se iba estrechando. Caminábamos y me daba vergüenza que alguien pudiera vernos juntos. Aquello me ocurría no por lo que estábamos haciendo, sino por lo que mi mente imaginaba que podíamos hacer.

Intenté hablar con mi conciencia y convencerla de que era como si hubiera contratado un guía turístico particular, que simplemente me estaba enseñando la ciudad, pero en el fondo ambas sabíamos que no se trataba de eso.

—Mira —se detuvo mientras me señalaba una placa en la que ponía «El zapatero y el cardenal»—. ¿Os contaron el otro día esta historia?

—No, no la recuerdo —contesté.

—Bien, en esta calle de aquí —me dijo, indicando una que bajaba— se situaban antiguamente los talleres de los mejores artesanos, aquellos que hacían zapatos a medida. Se cuenta que una mañana de invierno, de esas que en Toledo tiemblan de frío hasta las piedras, un joven estudiante entró en uno de los talleres y se dirigió a uno de esos artesanos para que observara sus zapatos. Señalándolos, le dijo: «¿Crees que son adecuados para soportar el frío de esta ciudad?». —En ese momento Marcos bajó la cabeza y miró mis tacones. Ambos reímos de nuevo—. «Parece que vas descalzo», le contestó el zapatero. Así que le tomó las medidas y le dijo que pasara en unos días a recoger unos nuevos. Pasado el tiempo, el estudiante volvió, y se los probó. Le quedaban perfectos, pero había un pequeño problema. El joven le dijo que como era estudiante no tenía dinero para pagarle, pero que lo haría cuando fuera arzobispo de Toledo. Supongo que el zapatero se enfadaría, pero al ver que no iba a conseguir mucho más, le dijo al joven que había muchas formas de caridad, así que finalmente se los regaló.

En ese momento pasó junto a nosotros una pareja mayor, abrazada, en silencio. Marcos dejó de hablar durante unos segundos, como si no quisiera que nadie nos interrumpiera.

Luego prosiguió:

—Pues bien, al cabo de muchos años, un buen día, apareció en su zapatería un cura que venía de parte del arzobispo de Toledo, para que el zapatero se presentase ante él. El zapatero, sorprendido, le acompañó hasta el palacio. Una vez allí, cuando estuvo ante el arzobispo, este le dio un abrazo y una bolsa con monedas de oro. «Como ves, no he olvidado la promesa que os hice. ¿Necesitáis algo más?», añadió. Y el zapatero, que hasta ese momento ni se acordaba de aquel joven que hacía tantos años le había hecho el encargo, le pidió una cosa más. Le dijo que cuando él muriera no quería que sus hijas, que aún vivían con él, se quedaran abandonadas. El arzobispo le dijo que así sería. Y comentan que esta promesa fue el origen del colegio de Doncellas Nobles, y ya imaginarás quiénes fueron las primeras alumnas. Ah, actualmente es una residencia de estudiantes.

Nos quedamos los dos en silencio porque una historia es más historia cuando se cuenta en el lugar donde sucedió, porque una historia es distinta cuando te la cuentan con unos ojos verdes.

—La pregunta es… —continuó—, ¿por qué estaba tan seguro aquel muchacho de que iba a ser arzobispo?

—No sé, quizás porque se estaba preparando tan bien que al final sabía que su esfuerzo sería recompensado —contesté.

—Sí, esa es una opción, quizás la más romántica, la que nos invita a pensar en la moraleja del cuento. Pero puede que haya otra, no tan bonita, pero más real. Siempre he pensado que quizás aquel muchacho no era más que uno de esos hijos de papá de hoy en día, de esos que ya saben que de mayores van a ser directores, gerentes o políticos; esos que prefieren las influencias al esfuerzo. ¿Quién sabe?

—Vaya, no lo había pensado así —contesté.

—Bueno, sólo es una interpretación mía. ¿Seguimos? —me dijo.

Nos movimos de nuevo y comencé a notar una sensación extraña, una sensación extraña pero adictiva; una sensación que me acompañó a partir de entonces cada vez que salí a pasear por aquellas calles. No sabría definirla, pero volví a sentirme como esos días en los que vas al colegio con la ilusión de ver al que ya sabes que será el primer amor de tu infancia. Me estremecí.

Caminamos despacio, y aproveché para fijarme en todo: en los portales, en el suelo, en el nombre de las calles…

—¡Espera! —le dije.

Me miró extrañado.

—¿Qué pasa?

—Esta calle. El otro día me quedé con la curiosidad de saber cuál es su historia.

—Ah, sí. —Sonrió—. La calle del Hombre de Palo. Si es que en Toledo cada diez pasos hay algo que descubrir —me contestó.

Le sonreí.

—Según cuenta la historia… —y se acercó tanto a mí que consiguió que un escalofrío me recorriera la piel—, o la leyenda, hubo un personaje llamado Juanelo Turriano…, bueno, en realidad, nació en Italia como Giovanni Torriani, pero se cambió el nombre por uno más acorde para vivir en España. Ahora esas cosas ya no se hacen, ¿verdad? —Y ambos reímos.

—Se sabe que este hombre era un ingeniero muy bueno, así que Carlos I lo llamó para ser el relojero de la corte. Para eso y para hacer otras muchas chapuzas. Creo que más tarde también trabajó para Felipe II y para un papa que ahora mismo no recuerdo. Pero bueno, que me enrollo —me dijo mientras hacía unos gestos con la mano—. El caso es que sus últimos días los pasó en Toledo y aquí construyó una máquina capaz de traer agua desde el Tajo hasta el Alcázar. Tras mucho trabajo, finalmente consiguió acabarla. La máquina funcionaba de maravilla, pero, al igual que con el zapatero, sólo había un problema, ¿adivinas?

—No se la pagaron —contesté.

—Exacto —rio—. Y aun así, más tarde le pidieron otro artefacto. Y el hombre volvió a construir el artefacto, pero…

—Tampoco le pagaron —contesté de nuevo.

—Exacto. Total que, al final, el hombre se quedó en la ruina. Un tipo inteligente, válido y que además había solucionado un montón de problemas, al final se arruinó porque no le pagaban. —Ambos sonreímos—. Y aquí es donde empieza quizás la historia, o quizás la leyenda. Se dice que para intentar sobrevivir, y ya que era un hombre muy ingenioso, se le ocurrió construir un robot de madera que a través de poleas y engranajes iba pidiendo limosna. Los más imaginativos dicen que era un hombre de palo que iba andando por la calle mientras pedía donativos, aunque seguramente sería un maniquí de madera con algún tipo de bandeja para dejar las monedas, ¿quién sabe? —De pronto, Marcos se alejó unos metros de mí, se dio la vuelta y me gritó en la noche—: ¡¿Te imaginas?!

Y se puso a caminar con las piernas y los brazos totalmente rectos, con su cabeza inmóvil mirando hacia delante, con sus ojos verdes fijos en mí… y, poco a poco, simulando un muñeco de madera, comenzó a perseguirme. Y yo le seguí el juego.

Corrí de vuelta por aquella solitaria calle por la que habíamos venido, con aquellos tacones con los que en cada paso me jugaba la vida. Corrí huyendo de un hombre de palo que me perseguía.

Quizás eran aquellas tonterías las que echaba de menos, porque con el tiempo me he dado cuenta de que, más que el amor, es la risa lo que une a dos personas.

Vi una calle que giraba hacia abajo y me metí en ella. Casi corriendo, llegué hasta una verja que separaba lo que supuse que era la parte de atrás de la catedral.

El hombre de palo seguía avanzando hacia mí y yo simulé estar presa entre aquellas rejas. Me arrinconó e intentó cogerme con sus manos mientras yo trataba de escapar sin demasiada intención. Ambos peleamos en una batalla figurada, tocándonos accidentalmente con los dedos, en un extraño juego en el que ninguno se atrevió a hacer nada más.

* * *