—Hola —me saludó esa voz mientras me giraba.

—Hola —respondí, sabiendo que iba a reflejarme en aquellos ojos verdes.

—¿Qué tal va todo? —Y comenzó a caminar a mi lado.

—Bien, bien… —contesté, sin poder dejar de mirarle.

—¿Ya has acabado por hoy?

—Sí, sí, bueno, he acabado aquí, en casa me toca preparar ejercicios para mañana, ¿y tú? —me atreví a preguntar en el momento en que un parpadeo me permitió desviar la mirada hacia el suelo.

—Sí, sí, yo también, ¿vas hacia la parte antigua?

—Sí —contesté.

—Perfecto, te acompaño… si no te importa. —E hizo una mueca que me pareció demasiado dulce como para negarme.

—Vale. —Y ese «vale» se convirtió, a partir de aquel día, en mi respuesta para la mayoría de sus preguntas.

Se instaló un incómodo silencio entre ambos: yo no sabía qué decir y él no sabía cuándo decirlo.

—¿Qué tal la ciudad? —improvisó.

—Lo poco que he visto me encanta, el viernes al final no pude hacer la ruta, pero bueno, otro día será… por lo de la niña…

—Sí, sí, ¿sabes algo de ella? —me preguntó mientras preparaba la otra pregunta, la de verdad.

—No, no la he vuelto a ver, aunque tampoco he estado muy pendiente.

Seguimos caminando, yo hacia mi casa y él quizás hacia cualquier sitio a donde yo me dirigiera.

Continuamos, uno al lado del otro, en silencio.

Al final lo dijo.

—Oye, estaba pensando que, como te quedaste sin ver la ciudad, si te apetece te la puedo enseñar yo. —El corazón comenzó a acelerarse sin mi permiso. Y mientras las piernas me temblaban como alambres, intenté disimular una ilusión que no debería estar sintiendo—. No seré un guía turístico oficial, pero me conozco bastante bien la ciudad.

—No, no te preocupes, no es necesario que te molestes —contesté, pensando todo lo contrario.

—Si no es molestia, de verdad, tengo varios días libres a la semana y muchas veces no sé qué hacer. Venga, anímate, verás cómo lo pasamos bien —volvió a insistir con su mirada.

—Pero… es que, no sé.

—¡Venga! —Me sonrió.

—Es que no sé… no te conozco de nada —se me ocurrió decirle.

—Yo a ti tampoco. —Sonrió de nuevo—. Además, si sucede algo y necesitas llamar a un policía, lo tendrás cerca. —Ambos reímos—. Venga, anímate, total, sólo vamos a dar una vuelta por la ciudad.

—Bueno, vale, vale. —Y dije vale, y acepté.

—Pues a ver —contestó lentamente, como si no lo hubiera pensado ya antes—, esta semana… el jueves libro, ¿te vendría bien?

—¿El jueves?… vale. —Vale, otra vez.

—Pues si te parece podemos quedar a las nueve en Zocodover. Sabes dónde está, ¿no?

—Sí, la plaza del McDonald’s.

—Sí, esa —me contestó riendo—. Bueno, y a todo esto, ¿cómo te llamas? —me preguntó cuando estaba a punto de irse.

—Alicia.

—Encantado, Alicia. Yo soy Marcos.

Y nos dimos dos besos.

No fueron dos besos como los que se dan en un cumpleaños o al felicitar a una novia; no fueron tampoco dos besos de esos que al poco de darlos has olvidado el nombre del besado. No, fueron dos besos con intención: el primero me permitió rozar su mejilla, el segundo me dejó intuir la frontera de sus labios.

* * *