A mis treinta y pocos años, llevaba más de tres haciendo pequeñas sustituciones en diversas ciudades y pueblos. En esta ocasión, me habían llamado para sustituir a un profesor que tenía una operación programada. Serían unas cinco o seis semanas. Afortunadamente, en Toledo vivía mi tía Laura, uno de esos familiares con los que sólo coincides en bautizos y comuniones. Aun así, no tuvo ningún inconveniente en que mi hija y yo nos quedáramos en su casa durante unas semanas, con ella y su marido, Pablo.

Aquel lunes, aquellos ojos verdes se fueron intercalando entre mi mañana, entre las clases, entre la reunión con el resto de profesores, entre el incidente con aquel proyector que nos había regalado la editorial como premio por elegir sus libros y, sobre todo, entre la lucha diaria con mi grupo especial. Casualmente habían puesto a casi todos los repetidores del año pasado en una clase: la mía, casualmente también.

Había conseguido llegar a un acuerdo de mínimos con ellos. Yo no cursaba ningún expediente, ninguna expulsión, a cambio de que no interrumpieran la clase a los pocos que querían atender. Y así, la mayoría de las mañanas, tenía a zombis que llegaban, se sentaban en la silla, sacaban sus libros, los ponían encima de la mesa y, con los brazos cruzados, esperaban a que pasara la mañana. Al menos conseguí que el resto, los que sí estaban interesados, pudieran aprovechar la clase. Visto desde fuera es reprochable, lo sé; visto desde dentro, comprensible, sobre todo cuando el número de alumnos por profesor cada día era más insostenible.

Acabé agotada, entre las clases y la reunión posterior, entre interrupciones y móviles que, aun estando en silencio, no paraban de molestar. Salí de allí hablando con la que en esos días se había convertido en una amiga: Carolina, la psicóloga del centro.

—Bueno, ¿y qué tal va todo? —me preguntó mientras nos dirigíamos a nuestras taquillas.

—Bien, bien, poco a poco me voy adaptando.

—Ya verás como sí, al final todos nos adaptamos… a los alumnos, a las clases, a los padres… —me contestó sonriendo.

Continuamos caminando hasta la puerta de un edificio que se acababa de convertir en la salida de un enjambre de niños.

—Bueno, pues hasta mañana —me dijo.

—Hasta mañana.

Y ambas tomamos nuestros caminos de vuelta.

Inmersa en mis pensamientos, comencé a andar entre todas aquellas vidas que corrían a mi alrededor. Doblé la esquina, caminé unos metros más y me paré en un semáforo que se acababa de poner en rojo.

Esperé.

Me sumergí en mis pensamientos.

Verde.

Crucé la calle y cuando ya había llegado a la otra acera, noté una mano en mi hombro.

* * *