Son los bomberos los primeros en entrar.

Y allí, a través de la ausencia de una puerta, aparece enmarcada una obra abstracta: un óleo teñido de rojo que representa la muerte frente a la codicia, el absurdo frente a la desesperación, la economía frente al individuo; un óleo rojo que representa el fin desparramado sobre una silla. Cuerpo, cabeza y escopeta miran hacia el mismo lugar: el suelo.

Fuera, uno de los hombres necesita ayuda para permanecer de pie. Se apoya contra la pared y va dejando que sus piernas pierdan fuerza hasta caer, sentado, en el suelo. No es eso a lo que él quería dedicarse.

El representante judicial intenta mantener el tipo, se justifica con su conciencia diciéndole que sólo cumple órdenes. Aun así, cierra los ojos: hay demasiada distancia entre la ley y la justicia.

El tercero da las gracias por la bondad del ser humano. Sabe que aquel hombre, antes de morir, podría haber hecho muchas cosas. Podría haber entrado en cualquier sucursal del banco que le iba a quitar la casa y disparar sin comisiones ni sorteos; podría haberle regalado una bala a cualquiera de esos políticos corruptos para demostrar que hasta la cleptocracia tiene sus puntos débiles; o podría haber esperado un poco más y haber descargado algún cartucho contra ellos mismos. Y en lugar de eso, aquel hombre que no tenía ya nada que perder —porque lo había perdido todo— sólo había disparado contra sí mismo. Llora.

La noticia saldrá en los informativos y, como los charcos en verano, desaparecerá al momento. Al fin y al cabo, no ha habido daños económicos, sólo personales.

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