Y el fin de semana pasa como lo hace un barco en plena noche: haciendo un ruido que nadie escucha.
La mañana de un lunes atraviesa las ventanas de la ciudad mientras una pareja se despierta deseando llegar al trabajo para comunicar a sus compañeros la noticia de que serán uno —o una— más en la familia. En la casa de al lado, pared con pared, un marido se despierta preguntándose las razones por las que su compañera de cama y de vida ni siquiera lo intenta, preguntándose dónde quedó aquello que alguna vez tuvieron: una pasión convertida ahora en el zócalo de una relación sin ambiciones.
En el edificio de enfrente, en un tercero, unos padres se despiertan felices: su bebé no ha vuelto a toser en todo el fin de semana. En el piso de arriba suena un mensaje en un móvil que debería tener activado el modo silencio; el marido, que ya está levantado, lo coge para dárselo a su mujer, que tiembla de miedo por dentro intentando mantener la calma por fuera; lo lee, lo borra y se ducha nerviosa, sabiendo que en apenas una hora volverá a verlo, y seguramente a sentirlo.
En la misma calle, a diez portales de distancia, dos ancianos se despiertan alegres porque, una vez más, el sol ha decidido entrar en su hogar. En la casa de al lado, un adolescente se levanta con ilusión por ir a clase… a verla a ella, claro. En el mismo edificio, dos pisos más arriba, una niña se despierta empapada; se culpa a sí misma por no ser capaz de controlarse por las noches, sin saber que el responsable es ese monstruo que, afortunadamente, a esas horas ya está trabajando.
A dos calles de distancia, en un ático, una chica entra al baño para descubrir un frase dibujada con un pintalabios en el espejo: «Si las flores duermen, qué dulce sueño». A la izquierda, en la pared contigua, otra chica no ve el momento de subirse al coche con su madre, pero esta vez con las posiciones intercambiadas. Y dos pisos más abajo, una niña irá a clase con el corazón alegre y una poesía en el bolsillo.
En una calle cercana, un hombre aún no se ha acostado, ha estado toda la noche enviando correos con unos ficheros protegidos que contienen fotos de niños desnudos; mira el reloj e intenta darse prisa: apenas le queda una hora para ducharse e ir a impartir los cursos de natación. Dos calles a la derecha, otro hombre hace ya horas que despertó; se ha afeitado, se ha vestido con el traje de los domingos, ha desayunado y permanece sentado en una silla detrás de la puerta de su casa, a la espera de que llamen al timbre, pues el sábado no apareció nadie.
En pleno centro de la ciudad, una niña abre los ojos sabiendo que, sea la hora que sea, será demasiado tarde. Aunque ya han pasado dos días, aún le duele el estómago. Mira hacia la ventana y una bomba de recuerdos explota en su mente cuando observa las primeras luces de la mañana. Hubiera deseado despertar con su cuerpo cosido a la cama, para así no salir de lo que se acababa de convertir en su refugio.
El reloj es, en esos momentos, su peor enemigo, pero sabe que, aun parándolo, no podría detener el tiempo. Que este continuaría empujándola —siempre hacia delante— a levantarse, a vestirse… empujándola hacia un instituto al que, por primera vez en mucho tiempo, no desea ir. Podría simular estar enferma, pero eso sólo aplazaría el momento.
Piensa que, quizás, si ya no vuelve a hablar con Dani, a lo mejor se olvida todo. Lo que ella ignora es que esto no ha hecho más que empezar, pues el viernes por la noche dejó bien claro quién iba a ser la víctima.
A unas cuantas calles de allí, otra chica abre los ojos sabiendo que, sea la hora que sea, será demasiado pronto. Deseando que, al menos, ya se haya despertado el sol. Mira hacia la ventana y las primeras luces iluminan una sonrisa que es incapaz de esconder.
El reloj es, en esos momentos, su peor enemigo. No ve el momento de ir al instituto y enseñar lo que grabó en su móvil. Acaba de empezar el curso y ya ha encontrado algo que le anima a ir a clase.
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