Y entre toda esa maraña de vidas, cuando apenas quedan unas horas para que amanezca, una pequeña sala en el subsuelo de la ciudad permanece despierta.

En ella, más de doscientos relojes funcionan al unísono, o casi. La mayoría marca la misma hora, los mismos minutos y los mismos segundos. Sus agujas forman una coreografía de tiempo como bailarinas que danzan entre los momentos.

De vez en cuando, entre el silencio de la madrugada y el frío de la estancia, una mirada alrededor confirma que el tiempo es el correcto, que la vida de tantas personas sigue su curso. Con los años, se ha ido dando cuenta de que es por las noches cuando los relojes prefieren modificar su ritmo, como si durante el día no hubiera tiempo para dejar de funcionar, y fuera la madrugada la que permitiera reajustar los latidos de la vida.

Sobre una mesa y bajo la luz de un pequeño flexo, una figura de sombra alargada trabaja con aquellos relojes que se desacompasan en un extraño baile de tiempo. Con una lupa que ya casi forma parte de su propio ojo y unas manos acostumbradas a jugar con lo diminuto, revisa cada una de las piezas para descubrir lo que les hace enfermar.

Esta noche hay dos relojes que han pasado a la mesa, dos pequeños, con aún muy poca vida en aquella sala. Uno de ellos se ha adelantado, como si quisiera ir saltando horas para llegar al amanecer; el otro, todo lo contrario, se atrasa hasta casi pararse, como si no quisiera llegar a despertar. Lo más extraño es que ambos han comenzado a funcionar mal a la vez, como si el motivo por el que han alterado sus ciclos fuera el mismo.

Y así, la sombra pasa sus días, sus meses y sus años. Como en una especie de limbo cuyo único fin es administrar todo el tiempo que ha ido robando a través del tacto.

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