—¡Hola! —me contestó jadeando.

—¡Hola! ¿Qué te pasa? ¡Si que has tardado en cogerlo!

—Me estaba dando un baño y he tenido que salir corriendo…

—¡Vaya! Cuánto tiempo sin llenarte la bañera, ¿eh?

—¡Buf, ya ni me acordaba! ¿Qué tal todo por ahí, amor?

Era el primer fin de semana que íbamos a pasar separados en mucho tiempo. Él en nuestra casa, y la niña y yo en casa de una —casi— extraña.

En aquella conversación hablamos de nuestra hija, de mi día en el trabajo, de lo cansado que había llegado él del suyo, del frío que ya se acercaba y de cómo me había ido la visita por Toledo… Le dije que la niña bien, el trabajo como siempre y la ruta muy corta. Le conté por encima lo de la niña del callejón, que perdí al guía y que ya repetiría la ruta en otro momento. Tampoco le di demasiada importancia, quizás porque no quería llegar al momento en que un policía me había vuelto a recordar sensaciones ya olvidadas.

Ahora sé que aquella noche fue la primera en la que comencé a ocultarle cosas, en la que comencé a hacer acrobacias con las realidades. Aun así, intenté convencerme de que no decir algo no es mentir.

Aquella noche me acosté recordando el miedo tatuado en la cara de una niña que en un futuro podría ser mi propia hija, que en un presente podría ser cualquiera de mis alumnas; me dormí recordando el charco de orina que nacía en sus pantalones, la violencia con que sonó la palabra zorra en los labios de otra niña… Aquella noche me dormí con la imagen de aquellos ojos verdes, de aquellos brazos, de aquel uniforme y de aquella sonrisa que parecía dirigida sólo a mí; me dormí dándome cuenta de que, por un instante, hubiera deseado detener el mundo a mi alrededor. Recordé su mirada y todo lo que significaba, porque lo que no me dijo con los labios fue capaz de expresarlo con sus ojos.

Intenté dormir, pero no había forma, algo me lo impedía: nervios, excitación… no lo sé. No pude evitar pensar de nuevo en aquella sonrisa que brillaba con la luz de las farolas de una ciudad que parecía de cuento, en aquellas palabras y en una conversación que se alargó mucho más de lo necesario… porque, en realidad, no hacía falta contarle que yo era profesora, que estaba en Toledo en una sustitución de unas cuantas semanas, que ahora mismo vivía en casa de una tía segunda mía a la que hacía años que no veía… y en cambio se me olvidó decirle que tenía marido y una niña. Aunque eso, en realidad, tampoco era mentir.

* * *