«¿Pasa algo por ahí?», se oye en la noche.

Tres sombras giran sus cabezas hacia la otra orilla de la calle, dejando que un silencio tenso se instale entre esa voz no invitada y ellas.

—¡Ya hablaremos otro día, zorra! —se escucha con fuerza en la oscuridad.

Y esas mismas sombras echan a andar hacia el extremo más cercano a la salida, sin prisa, con la seguridad que da saber que, a esa edad, una ley las protege.

Me acerqué en susurros, temblando, con un valor imprudente; sin saber lo que me podía encontrar allí, sin saber el estado de aquel pequeño bulto que permanecía inmóvil, abrazado al suelo.

Me agaché y descubrí a una niña que temblaba, acurrucada sobre un pequeño charco. Le acaricié suavemente la espalda y su reacción inmediata fue protegerse ante un posible nuevo golpe, ocultando la cabeza entre sus manos.

—No te preocupes, ya se han ido… —le dije en voz baja, intentando no asustarla aún más. Y la abracé; la abracé como hubiera abrazado a mi hija. Y ella, aún temblando, sacó sus brazos y me devolvió el abrazo. Y así, dos desconocidas estuvimos sintiéndonos durante un siglo. En aquel contacto yo iba notando cómo, poco a poco, su corazón volvía a la normalidad, cómo su temblor iba disminuyendo y cómo las lágrimas llegaban al final de su recorrido: mi cuello.

—¿Te han hecho algo? ¿Estás bien? —le pregunté cuando comenzaba a separarse.

Levantó lentamente la cabeza, quizás porque su mente aún retenía el miedo a ser golpeada de nuevo. Observó alrededor y me miró a los ojos mientras volvía a la realidad. Intentó disimular su dolor recogiendo varios objetos y guardándolos en su mochila.

—¿Estás bien? —le insistí.

—Sí, sí —respondió casi sin voz, mientras con una mano se limpiaba las señales de terror que le quedaban en las mejillas.

—¿De verdad? ¿Quieres que llame a alguien? ¿Te han hecho daño? ¿Vives por aquí? —Fue el rosario de preguntas que le hice con la intención de poder ayudarla en algo.

—No, no, de verdad, estoy bien, estoy bien… —respondió con unas palabras que, al salir, intentaban esquivar las lágrimas que aún le quedaban en la garganta.

Me sentí impotente, sin saber qué decir ni qué hacer. Se levantó, se sacudió los restos de vergüenza como pudo y se colocó la mochila entre las piernas, intentando disimular una mancha que delataba su fracaso.

Nos dirigimos hacia la salida del callejón, una al lado de la otra, dos desconocidas a veinte años de distancia.

—¿Quieres que te acompañe a algún sitio? —le insistí.

—No, no hace falta, gracias… vivo ahí mismo —me decía mientras notaba sus ganas de desaparecer.

Miró a ambos lados con desgana y comenzó a caminar. Me quedé mirando su silueta mientras cruzaba la calle… Se me cayó el alma al suelo.

En ese mismo instante, a lo lejos, distinguí las luces de un coche de policía. Sin pensarlo, grité hacia él moviendo las manos en el aire.

—¡Policía! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Policía!

Grité y gesticulé tanto que finalmente me vieron. Pero conforme el coche se acercaba, era la niña la que desaparecía: al oír mi voz echó a correr y se metió en un portal cercano.

Y yo, ese día, atravesé también un portal, el que conduce a esas otras realidades que no se pueden contar a nadie, ni siquiera a una misma.

* * *